Confieso que tengo dificultades, ya lo notarán, con los signos de puntuación. Cuándo es oportuna la coma o en qué momento corresponde el punto y coma.
Incluso, las aplicaciones de mensajes pasaron a complicar más las cosas, pues su uso hace desaparecer muchos signos y la escritura es una suerte de “El otoño del patriarca” de García Márquez pero sin el mérito literario.
Sin embargo, la idea de este texto no es ver cómo y cuáles son los signos ortográficos que corresponden, sino referirnos al “punto” como palabra y llevarlo a la realidad argentina.
Los puntos cardinales deberían orientarnos, aunque parece que hemos perdido la brújula.
Las desinteligencias de las coaliciones políticas parecen jugar al borde del punto de quiebre y, aún peor, llegar a un punto de no retorno.
La exclusión, en todos sus órdenes, es un claro punto y aparte. La grieta no estaría hallando su punto de sutura.
El gobierno, seamos sinceros, no termina de encontrar su puesta a punto y la lucha contra la inflación está repleta de puntos suspensivos.
Los puntos del crochet del tejido social tienen huecos y la marcha de las medidas de seguridad está fuera de punto.
El punto arroz escasea y la carne no la vemos ni jugosa, ni cocida, ni a punto.
Los fallos de los tribunales están lejos del punto justo.
Llegados a este punto es necesario hacer dos puntos: si no buscamos en esta tendencia un punto de inflexión, superaremos, peligrosamente, el punto de ebullición.
Ahora que tengo su punto de atención es menester decir que lo más improbable en la Argentina de hoy son los puntos de encuentro.
Los partidos políticos de antaño se han convertido en coaliciones en las que no solo es difícil congeniar entre oficialismo y oposición, sino que en los propios espacios hay miradas divergentes. Los integrantes del Gobierno, incluso, empiezan a tomar, cada uno, sendas opuestas.
Nuestra Constitución exige, en varios puntos, acuerdos con mayorías especiales para tomar decisiones.
Un ejemplo es el nombramiento del Defensor del Pueblo. Esta designación no logra consenso desde 2009.
El artículo 86 de la CN señala que la misión del Defensor del Pueblo es “la defensa y protección de los derechos humanos y demás derechos, garantías e intereses tutelados en esta Constitución y las leyes, ante hechos, actos u omisiones de la Administración…”.
Son 13 los años sin Defensor titular y, aunque sus funciones son cubiertas por los adjuntos, no deja de ser una señal más de la falta de diálogo en la política. El Defensor del Pueblo es designado por las 2/3 partes de los miembros presentes de cada una de las Cámaras y dura 5 años, pudiendo ser reelegido por una sola vez.
Por lo que puede verse, el nombramiento del Defensor del Pueblo requiere de una mayoría inusual, distinta de la de otros cargos, buscando entendimiento alrededor de un nombre que sea de consenso especial, pactado entre diversas fuerzas políticas a fin de otorgarle una equidistancia y autonomía en sus funciones.
Estamos acostumbrados a hablar de derechos humanos en las conversaciones políticas. En ese sentido, el Defensor del Pueblo es un cargo prioritario, interviene en reclamos de la ciudadanía y de las organizaciones de la sociedad civil ante abusos de la Administración Pública.
En definitiva, es una institución pensada para proteger antiguos derechos, pero a su vez estar atenta a las nuevas necesidades de la población en su vínculo con el Estado.
Si a las coaliciones les cuestan los acuerdos en sus propias filas, lejos estamos de suponer que arribarán, oficialismo y oposición, a una decisión conjunta y eficaz.
Volviendo al punto, entre tantos puntos oscuros y ausencia de acuerdos que facilitan un entendimiento fructífero, la realidad nos repite que, al final, siempre es a los mismos a los que toman de punto. Punto final.
* Sec. Gral. de APOC y Convencional Nacional UCR.