Cito a Sartre: “Desde 1760, los colonos norteamericanos defendían la esclavitud en nombre de la libertad: si el colono, ciudadano y precursor, quiere comprar un negro, ¿no es libre para hacerlo? Y, si lo ha comprado, ¿no es libre para utilizarlo? En 1947, el propietario de una piscina se niega a admitir en ella a un capitán judío, héroe de la guerra. El capitán escribe a los periódicos para quejarse. Los periódicos publican la protesta y declaman: ‘¡Qué admirable país es Norteamérica! El propietario de la piscina era libre para negar el acceso a la misma a un judío. Pero el judío, ciudadano de los Estados Unidos, era libre para protestar en la prensa. Y la prensa, libre como se sabe, menciona, sin tomar partido, el pro y el contra. Finalmente, todo el mundo es libre’. El único fastidio es que la palabra libertad, que cubre acepciones tan diferentes –y cien más– sea empleada sin que se crea necesario prevenir acerca del sentido que tiene en cada caso”.
A Sartre se le han dirigido diversas objeciones, por cierto: desde Camus a Michel Foucault, pasando por Theodor Adorno. Pero no es lo mismo cuestionarlo que lisa y llanamente omitirlo, dejarlo así sin más de lado.
Sobre todo en tiempos como estos, en los que esa palabra, “libertad”, se profiere tan a menudo. Aunque tal vez, si uno se fija, se trata precisamente de eso.
La postulación de una idea de libertad ligada a la de responsabilidad y definida en relación con los otros, la advertencia sobre sus utilizaciones huecas no menos que del hecho concreto de que se la suele emplear como coartada de la opresión más tenaz, son aspectos de los planteos de Sartre que no encajan con las formulaciones superfluas que se emplean hoy por hoy con tanta frecuencia, ajenas a cualquier emancipación, funcionales a la dominación existente.
Para que tales variantes prosperen, pasar por alto a Sartre puede ser, por qué no, incluso indispensable.