Quedó muy pronto en evidencia que no se sabía demasiado bien qué quería decir “la casta”. Se suponía en principio que aludía a la dirigencia política tradicional, esa que buena parte de la sociedad argentina deploró en 2001 bajo la drástica consigna de “que se vayan todos” (pero no se fueron, se quedaron, y se aceptó que se quedaran, lo cual por cierto ya indicaba algo). Era eso lo que había que entender, y es lo que en general se entendió; pero apenas el nuevo gobierno asumió y abultó sus filas con Patricia Bullrich, con los Menem, con Daniel Scioli, con Guillermo Francos, caras y nombres no precisamente flamantes en la política nacional, la premisa de ir contra esa supuesta casta se vació de contenido. Se vació de contenido, pero perduró como forma, y como forma preservó su fuerza (los contenidos ideológicos de este gobierno tienden a ser precarios o inconsistentes, rudimentarios o erráticos, engañosos o contradictorios; es en sus formas donde radica buena parte de su eficacia: en el poder singular de sus formas, por violentas y elementales).
Traspasado al poder del aparato estatal, el gustito de dar miedo alcanza una gravedad especial
Así que muy prontamente quedó en evidencia que no se sabía qué quería decir “la casta”. Lo que se fue advirtiendo después, de manera más paulatina, es que eso no tenía la menor importancia: ninguna importancia, ninguna. ¿Qué quiere decir exactamente “la casta”? ¿Quiénes son, exactamente? ¡No importa! Y está claro que no importa. “Casta” es ahora un término de referencia vaga, imprecisa, difusa, hueca, que sirve, por eso mismo, para arrojárselo o infligírselo a quien sea que se quiera hostigar (¿y no fue pasando un poco eso mismo con la manida palabra “kuka”? Se la pergeñó originalmente para agraviar a los kirchneristas, ahorrándose la eventual discusión de ideas y de políticas para pasar directamente a una asociación despectiva con las miserables cucarachas; pero con el tiempo ese término pasó a emplearse para señalar también a los peronistas, aunque no fueran kirchneristas, o a los trotskistas, aunque no fueran kirchneristas ni tampoco peronistas; y he visto incluso a consabidos críticos del kirchnerismo ser expeditivamente despachados con el peyorativo etiquetamiento de “kuka”: la palabra sirve hoy por hoy más que nada para eso, para atacar y rechazar, y se la puede emplear incluso sin pensar de veras en el kirchnerismo).
“La casta”: la clave puede que consista entonces precisamente en que ya no importa establecer con claridad a qué se refiere el término. Y ahí vimos al presidente de la República el otro día, en uno de los balcones internos del Congreso Nacional, gritando desencajado: “¡Tiene miedo! ¡La casta tiene miedo!” (su hermana a su lado cantaba también, aunque no desencajada, sino más bien midiendo y custodiando el desencajamiento fraterno). ¿Y si la palabra que hay que subrayar en ese texto tan braceado y vociferado no fuese “casta”, sino “miedo”? ¿Y si se tratara más que nada del miedo? ¿Y si el asunto no fuese sino el miedo? La palabra “casta” flota ahí, ya esterilizada, ni más ni menos que para hacer posible que impere plenamente la otra: la palabra “miedo”, y con ella, o a través de ella, el miedo mismo (¿no habrá algo de eso también con la fórmula del “riesgo kuka”, tan rendidora en lo electoral?).
Habrá una casta, no digo que no, y aspectos que muchos pueden recelar o reprobar en una recapitulación rigurosa de los 12 años en los que el kirchnerismo gobernó el país. Lo que me detengo a considerar ahora es otra cosa: es el sentido mismo del recurso al miedo. No en el nivel extremo e incomparablemente sombrío del recurso al terror (lo que exige una consideración atenta acerca de cuándo y cómo una política o una violencia admiten o no admiten ser encuadradas en los términos específicos del empleo del terror); tampoco en el sentido general en que puede llegar a dar miedo cualquier poderoso, en tanto que poderoso. Hay otra alternativa, acaso más singular, y es que los habitualmente inhibidos, cohibidos, melindrosos, sumisos, retraídos, postergados, los largamente amedrentados, apocados, acomplejados, disminuidos, se encuentren en un momento dado, a partir de tales o cuales condiciones, en esa situación particular: la de poder dar miedo. La dicha resentida y biliar que eso alcanza a encender en ellos, la euforia de rencores en acumulación tan turbios como desencaminados, algo tienen de trabado y de oscuro, de un puro goce de amedrentar. Traspasado al poder del aparato estatal, con su maquinaria de represión especialmente financiada y fortalecida, este puro gustito de dar miedo, del dar miedo como tal, sin tocar ni interpelar cuestiones de fondo, alcanza una gravedad especial. Una que, paradójicamente, le debe todo a su escasa o nula elaboración conceptual.