Después de ver Entre, sus actores, agotados y semidesnudos en el camarín, me recuerdan que cuando los vi en su obra anterior (una que no tenía un nombre sino un número) les dije: “¡Qué precisión para lo inútil!”. Es que lo que hacen es de un virtuosismo que pone en jaque esa pantomima de relación del teatro con la semiología, esa semimentira posmoderna que es el último grito en materia de cruzas y que viene a reemplazar los concubinatos caducados de teatro con antropología, o mucho antes, de teatro y psicología. Teatro y signo: tus días están contados. Tendrás que buscar otra excusa para demostrar tu pertenencia al mundo serio.
Qué precisión para lo inútil, para sostener una escena que –siendo puro presente– escapa de toda significación. Y les espeto: “¡Cuánto cariño por lo indefinido!”, entusiasta y zalamero en el vapor de ese camarín donde Repetto busca su anillo de recién casado, que acaba de perder en la maraña de cowboys y de botas.
Cuando coinciden precisión, indefinición, inutilidad y cariño, soy el espectador más feliz del mundo. El cuarteto letal no invade con sus ideas el tiempo sagrado del teatro, ese tiempo en que puedo entregarme a suponer mis propias ideas, en colisión con esas actividades absurdas, inconclusas, donde se sabe mezclar tiempo con persianas, vaqueros con tedio, muerte con dibujo animado. Debería hacer como los demás, divertirme como se divierten los demás, se queja la pobre Cecilia Blanco antes de quedar atrapada con los tres sonrientes idiotas peligrosísimos de Repetto, Tur y Drolas en una suerte de ascensor hecho de persianas. Digo ascensor para trasladar a palabras conocidas eso que veo, pero no hay ni lo uno ni lo otro. Ni ascensor ni palabras conocidas; aquí todo está en suspenso.
Un motivo por el cual aún me gusta vivir acá. Se puede gozar de que el teatro haga –a su manera– lo que Girondo hizo en la poesía, lo que Cortázar en la novela, lo que Nine en la historieta. Y todo con el aire inocente de no estar haciendo casi nada.