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Sada es literatura

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En qué se diferencia un periodista opositor de uno oficialista? En que el opositor vive en el Kavanagh y el oficialista en Puerto Madero. ¡Hay que acabar con esas antinomias! En estas horas graves que vive la patria no quiero ser yo quien profundice la grieta entre los argentinos, y con vocación de diálogo, de consenso, de búsqueda de coincidencias, pienso hoy elogiar el artículo de Juan Becerra sobre Daniel Sada, publicado en este mismo suplemento el domingo pasado. Por supuesto, no me es difícil hallar puntos de encuentro con Becerra, a quien admiro –casi podría decir envidio– por haber escrito esa obra maestra inaperçue que es Toda la verdad. La novela no sólo es una de las mejores escritas por alguien de mi generación (situación no muy meritoria: nuestra generación –nacida entre el tercio y finales de los 60– apenas si dio dos o tres buenos escritores), sino una de las novelas más radicales que la literatura argentina haya escrito en mucho tiempo. En PERFIL, con justeza, Becerra define la escritura de Sada como “un castillo verbal alzado con los hermosos ladrillos de un barroco personal y salvaje”. Sada –nacido en Mexicali, Baja California, en 1953, muerto en el Distrito Federal de México en 2011– es uno de los grandes estilistas de nuestro tiempo. Todavía recuerdo la primera vez que escuché hablar de él: hacia fines de 2006, iba yo caminando por la calle República Arabe Siria cuando pasé por la puerta de una editorial independiente levemente pop. Justo me topé con el editor –un grasa con veleidades vanguardistas–, que en la conversación, en menos de un segundo, se vanaglorió de haber publicado libros snobs como Peripecias del no, o la reedición de Operación Masotta. Lo único interesante que me dijo fue que había descubierto un autor mexicano, mezcla de Rulfo con Lezama Lima (tiempo después, descubrí que la frase no era suya sino de Juan Villoro: nunca le crean a un editor) llamado Daniel Sada, al que casi seguro iba a publicar. Sada le dijo que tenía inédito un libro llamado Casi nunca, que lo iba a presentar al Premio Herralde de Novela y que, como “en un 99%” no iba a ganar, con todo gusto aceptaba publicarlo en esa pequeña editorial porteña. Casi nunca ganó el Premio Herralde, y los libros posteriores, como corresponde, también fueron publicados en Anagrama. Años antes, Debate había publicado Todo y la recompensa, sus cuentos completos, y en 1999 Tusquets editó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, novela de más de 600 páginas, una de las obras cumbre de las literatura mexicana del siglo XX (¡Ah, la época en que Tusquets publicaba literatura y no a Murakami!) que, en mi modesta opinión extranjera puede leerse como el último eslabón –reformulado y vuelto a reformular– de la tradición de la novela de la Revolución que parte de Mariano Azuela, sigue en Cartucho, de Nellie Campobello, y culmina como la inminencia del desastre en Al filo del agua, de Agustín Yañez. En Porque parece…, en sentido estricto ya no es asunto de la Revolución, pero sí de una violencia política que acarrea y exhibe la muerte como botín de guerra, como lazo social. Una violencia que, en el caso de Sada –aquí sí ya en las antípodas de Azuela–, se encarna en la sintaxis, en la frase, en el suplemento de sentido que salta de palabra en palabra. Ese es el “barroco salvaje” que bien menciona Becerra.