Cuando llegué como diplomático a Santiago de Chile a comienzos de 1972, ya se hablaba del futuro golpe que en algún momento se produciría contra el presidente Salvador Allende. En rigor de verdad, frustrados los lamentables intentos realizados por el gobierno de Richard Nixon para impedir que asumiera la presidencia –a los que me referiré más adelante–se comenzó a tramar el golpe. En la primera conversación que tuve a los muy pocos días de llegar, con una de las personas más cercanas y leales al presidente Allende, supe que éste –en la intimidad– ya era consciente de que la economía marchaba hacia el colapso; que la fe si no la lealtad de sus propios partidarios estaba puesta a prueba por el tremendo desabastecimiento de alimentos y el aumento de precios; que las clases medias, tan importantes para la “vía chilena”, comenzaban a aliarse con la derecha; que era prácticamente imposible alcanzar acuerdos con la Democracia Cristiana y controlar los desajustes económicos. Ya en agosto de 1973 el golpe tenía cancha abierta después de la renuncia del comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats González, columna de la legalidad. El día 21 de agosto ocurrió un hecho realmente insólito, hasta para mí, que había vivido bien de cerca situaciones prácticamente surrealistas en cuanto a conductas militares golpistas en nuestro propio país durante la presidencia de Arturo Frondizi. Ese día, a las cinco de la tarde, unas 300 mujeres realizaron una manifestación frente a la casa del general Prats, todavía comandante en jefe del Ejército. Lo peculiar era la presencia entre ellas de esposas de militares en actividad, incluidos generales. Dichas señoras le entregaron al portero una carta para la esposa del general Prats, pidiéndole que intercediera ante su marido para que tomara en cuenta la desesperación de los soldados al ver que el gobierno los utilizaba (¿?).
Realmente increíble. La manifestación fue disuelta por los carabineros. A los dos días, Prats, ya sin autoridad, tuvo que renunciar y depositó toda su confianza en su subrogante, el general Augusto Pinochet, a quien creía tan legalista como él, pero fue precisamente quien terminó encabezando el golpe que habría sido imposible sin su anuencia. Por supuesto, el general Prats recibió de inmediato importantes muestras de solidaridad, que no incluyeron obviamente la de los golpistas, pero también recibió amenazas y no parecía ser que su seguridad ni la de su familia estuviesen garantizadas. Lo que tiempo después desgraciadamente comprobó, y para peor de los males en nuestro propio país. A mí, en aquellos momentos, me resultó muy interesante la carta que le hiciera llegar el ex senador y ex candidato presidencial democristiano, Radomiro Tomic, que decía: “Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero. Como en las tragedias del teatro griego clásico, todos saben lo que va a ocurrir, todos dicen no querer que ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretende evitar”. Estupenda descripción de la situación.
Finalmente, apenas veinte días después de aquellos sucesos, el 11 de septiembre, el tan preanunciado golpe se convirtió en una trágica realidad, tan trágica como la que apuntaba Tomic en su carta. A las ocho de la mañana sonó mi teléfono. Un periodista amigo me avisó del inminente comienzo de las acciones militares. Encendí la radio y pude escuchar a través de la emisora Agricultura, muy opositora al gobierno, el Himno Nacional, y a continuación una proclama de la “Junta Militar” de gobierno (era como estar en la Argentina). El documento, firmado por Pinochet, Merino, Leigh y Mendoza señalaba que, teniendo presente la crisis económica, social y moral que destruía al país; la incapacidad del gobierno para adoptar medidas que detuvieran el caos; el aumento de grupos armados y paramilitares que conducirían a Chile a una guerra civil, las fuerzas armadas y carabineros de Chile declaraban que el señor presidente de la República debe proceder a la inmediata entrega de su alto cargo a las fuerzas armadas y carabineros de Chile.
Ya en las oficinas de nuestra embajada, situada a pocas cuadras de La Moneda, pude con mis colegas ir siguiendo todas las alternativas del ataque aéreo a la sede del gobierno por medio de un potente equipo de radioaficionado, que permitía escuchar las órdenes dadas desde la torre de control a cada piloto para que los Hawker Hunters la sobrevolaran en un “vuelo seco” –es decir, sin disparar sus rockets– seguido de inmediato por otro en el que tenían orden de hacerlo. Así, oíamos pasar en vuelo rasante y ensordecedor los aviones de combate y, luego, el poderoso estruendo del disparo. Era estremecedor saber que eso implicaba el incendio y la destrucción de La Moneda y la segura muerte de la gente que estuviera adentro. También se escuchaban con interferencias los intercambios de órdenes y opiniones entre los altos mandos chilenos. Además, por los nombres propios usados, se podía hasta identificarlos perfectamente… “Puesto I: Augusto (general Pinochet): rendición incondicional. Nada de parlamentar. Rendición incondicional… Puesto 5: Patricio (almirante Carvajal): conforme. O sea que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país”. Ofrecimiento de ir al exilio en un avión con cualquier destino para Allende y su familia, obviamente rechazado en cuanto a su persona, por el presidente, aunque sabía que no saldría vivo de La Moneda. Es que ya la semana anterior, el Dr. Allende había señalado a dirigentes de la Unidad Popular, que solamente muerto lo sacarían de La Moneda. Que no renunciaría. Que de La Moneda se iría al cementerio. Algunos periodistas que estaban acreditados en La Moneda, también me habían contado que en otra conversación con el presidente, tiempo atrás, éste se había referido a una frase que le había escuchado al presidente radical Pedro Aguirre Cerda, de quien había sido ministro de Salud, cuando en una situación muy delicada que enfrentara había dicho que solamente en pijama de madera saldría de La Moneda. Entonces, siendo aquél su modelo, no cabía duda de cuál sería su conducta en este momento. Por eso también resulta valioso transcribir en parte su improvisado discurso de despedida, muy fuerte y emotivo, pronunciado desde su despacho y transmitido por vía telefónica a través de radio Magallanes, que terminaba así: “… Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Inevitable no recordar que su triunfo electoral había provocado la furia del presidente Richard Nixon, quien llamó a Richard Helms, director de la CIA, y le pidió que “hiciera aullar a la economía chilena”, y desde ese mismo día, con Henry Kissinger, no desestimó recurso alguno para intentar impedir, primero que asumiera, y luego, no habiéndole logrado, impedir que terminara su mandato, cosa que lograra tres años después, el 11 de septiembre, fecha en que se consumaba la tragedia. Nosotros permanecimos en las oficinas de la embajada durante toda esa jornada de acciones bélicas hasta casi las cinco de la tarde, hora en que los carabineros nos pidieron que abandonáramos el edificio. El palacio gubernamental había sido incendiado y casi destruido. Se había decretado el Estado de sitio y la Ley marcial. Temprano en la mañana siguiente, del día 12 de septiembre, comenzaba –cumpliendo con las normas del derecho de asilo– nuestra difícil tarea de tratar de preservar la libertad y la vida de centenares de hombres, mujeres y niños, para que no fueran víctimas de la represión asesina bajo la dictadura del general Pinochet.
*Escritor, periodista y diplomático.