Llega un correo electrónico desde la facultad. En él nos notifican que los exámenes de diciembre habremos de tomarlos también bajo la modalidad virtual. No por una consideración eventual a ciertos casos puntuales en los que la asistencia pueda llegar a complicarse, sino como implementación general: todo el mundo va a rendir en pantalla y a distancia.
Muchos docentes y muchos estudiantes hemos hecho en este tiempo un esfuerzo a mi entender muy apreciable para que pudiéramos, pese a todo, dar las clases, enseñar y aprender, generar conocimiento, evaluar su adquisición. Creo que el resultado puede darse por positivo, sobre todo teniendo en cuenta que, sin la alternativa tecnológica de la clase virtual sincrónica, sólo quedaba perder los cursos o dictarlos muy precariamente. No por eso, sin embargo, dejó de evidenciarse en cada uno de los encuentros remotos hasta qué punto el de las aulas es un espacio educativo insustituible; que nada hay como el cara a cara, la presencia, el estar ahí.
Existen, según parece, por lo que dicen, quienes pasaron un año entero encerrados, e incluso hasta un año y medio. Lo habrán hecho por puro gusto, porque en las calles de la ciudad ya salíamos a pasear al cabo de un par de meses; y los cafés habilitaron sus mesas en las veredas al cabo de un par de meses más (¡ah, las tardecitas de los inviernos porteños! ¡Qué tibias y cordiales son!). Todo eso sabidamente ocurrió, más allá de los que, en uso legítimo de su libertad personal, eligieron mantenerse entre cuatro paredes. Adhirieron al “Quedate en casa” con un fervor sostenido y vehemente, más allá de lo requerido y de su estricta necesidad.
Pero ningún devoto del meterse adentro ha superado hasta donde sé a esta facultad (esa en la que más tiempo de docencia llevo). En un contexto general de restaurantes y cafés de aforos completos, de cines y teatros abiertos, de conciertos y partidos de fútbol con público y de otras universidades con concurrencia, nos suman obstinadamente más horas de agobio en Zoom o en Meet o en Teams, nos compelen a un quedate en casa caprichoso y postrero, nos tienen igual que en el año pasado. Y no en consideración de una clase muy numerosa que derivaría en una aglomeración de espacio cerrado, sino para las mesas de examen, que bastaría organizar para que pudiesen ser presenciales. Porque ahora sí contamos con la posibilidad de efectuarlas de esa manera, que es de hecho la más eficaz, la que asegura una mejor calidad.
La advertencia ya la formuló Walter Benjamin, al que después varios retomarían. El punto con el estado de excepción no radica en que se lo aplique cuando en efecto la excepción impera, sino en el hecho de que se lo prolonga y se lo convierte en regla. Es entonces, en sentido estricto, en ese pasaje, cuando se produce la manipulación cabal.