Tener empleados de uno u otro modo, en cualquier sistema capitalista, implica, por definición, encargar algo a un tercero, usualmente un trabajo u obligación. En tanto tal, quita trabajo u obligaciones a quien encarga, a quien emplea. Principio de plusvalía: se terceriza porque se quiere ganar un excedente. Ejercicio de poder: uso y abuso.
Tercerizar, entonces, es un principio económico básico de la capitalización, sea por los beneficios inmediatos (una plusvalía real, material: se paga menos de lo que debería pagarse, siempre) o por los de medio a largo alcance (una plusvalía simbólica, abstracta: se paga el poder de decidir sobre otro y se paga el tiempo ocioso, que es productivo a la vez).
La plusvalía simbólica supone un excedente simbólico del abuso de poder: no se ve en los números, sino en las acciones cotidianas, y sobre todo en el lenguaje. Una de las múltiples formas en que se manifiesta la plusvalía simbólica está en la cooptación.
Se coopta –por definición– para cubrir vacantes, para llenar algo que no se tiene y que tiene aquel que será cooptado: imagen, inteligencia, honestidad, capacidad de trabajo, etcétera. En síntesis: ser cooptado, entonces, es ser víctima de una apropiación simbólica (excedente que será extraído); esa apropiación es producto de un trabajo y el producto de ese trabajo es explotado por quien emplea. En definitiva, quien coopta, quien explota, no “cede espacio” para la participación “ganancial” en función del “producto”. Coopta porque hay espacios vacantes que no puede rellenar.
El kirchnerismo, ha entendido esta lección y ha hecho de la quita de la plusvalía simbólica una verdadera bandera política. De esta manera, ha configurado un neo-Estado que no es otra cosa que la convivencia de un Estado de derecho y un Estado paralelo.
Pero esa figura (con dos caras, teatral), que porta la doble plusvalía, no es plena. Actúa un personaje: el neo-Estado es una figura performativa, porque debe sobreactuar aquello de lo que carece: plenitud simbólica. Es, en definitiva, un Estado empleador en vez de protector. Y el empleo trae tercerización, la tercerización trae explotación, la explotación trae plusvalía. Y esa plusvalía es la que debe cubrir eso de que el Estado carece.
El neo-Estado no es pleno y precisa tercerizar (porque quien administra ha optado por esa falta). En este sentido, la simulación populista de un “Estado de bienestar” –en lo que hace a la aplicación de políticas públicas– siempre debe tener un vacío a rellenar. En ese vacío ingresa la tercerización.
La tercerización completa la contradicción: su ejercicio implica un empleo de medios del Estado pero gerenciados como empresa privada. O en todo caso, el uso del Estado para fines privados. Pero lo novedoso no es el uso de los medios estatales para beneficio propio y privado (un delito) sino en la institucionalización (paradojal) de un procedimiento que avala lo paraestatal.
El resto es una dinámica contraprestacional: un Estado que emplea y se beneficia en dos niveles: en el nivel material y oculto, en beneficio privado, en un uso plenamente capitalista de vertiente neoliberal; en el nivel simbólico y público, en beneficio público, en un uso de neto corte intervencionista en su variante keynesiana. Uno constituye un delito; el otro, publicidad demagógica disfrazada de gestión, pero viabilizada por terceros particulares con los que se lucra.
Comunicación, represión, obra pública-social, militancia, DD.HH. Constituyeron cinco ejes problemáticos para el kirchnerismo al llegar al poder en 2003. Todos ellos ejes-carencias que debían ser compensados, son las piedras angulares de la conformación del neo-Estado.
Cooptar, contratar, explotar y capitalizar doblemente son las claves que demuestran que donde parece haber recuperación del rol del Estado hay vaciamiento: el populismo también puede desguazar. En el Estado paralelo y la tercerización está el ingrediente clave del relato.
*Guionista, crítico, docente, realizador y escritor. www.conmigonobarone.wordpress.com