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Tiempo y voto

Hay muchas formas de votar. Todos los hacemos por razones distintas, difíciles de desentrañar.

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Votovalía. Karl Marx. | pablo temes

Nadie duda en la Argentina que el Gobierno hará todo lo posible para intentar dar vuelta la elección negativa en las PASO con especial énfasis en la provincia de Buenos Aires y en las ocho provincias en donde se eligen senadores: Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, La Pampa, Chubut, Catamarca y Tucumán: solo en éstas últimas dos provincias el Frente de Todos parece tener el triunfo medianamente asegurado. 

No hay tiempo. El Gobierno parece que da la razón al filósofo francés Henri Bergson cuando rechazaba el tiempo cronológico impuesto por los relojes y proponiendo, en cambio, el concepto de “duración” para medir la existencia humana. Y también se podría agregar de los gobiernos. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasaría con el Frente de Todos si se repitieran los resultados de septiembre. Pero la decisión es avanzar como si no hubiera un mañana sin ponerse a pesar en el impacto futuro de las decisiones que se toman hoy. 

Quizás el ex ministro Daniel Gollan no pensó que un comentario circunstancial de algo, que según él, le habría comentado una señora en una recorrida, terminaría generando la categoría del plan gubernamental para estos 30 días: el Plan Platita. Por más que no se quiera reconocer hay un implícito en ese programa, un hecho que se puede cuestionar desde ciertas perspectivas, pero no desde el hiperpragmatismo reinante: hay personas que estarían dispuestas a otorgar su voto a cambio de un bien material, sea una cocina, un colchón o dinero en efectivo. 

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Valores al portador. Se podría pensar con Karl Marx que, en el marco de la mercantilización total de la vida bajo el capitalismo, el voto se puede transformar en una mercancía más y como tal tiene un valor de uso y un valor de cambio. Dentro del valor de uso se puede considerar los argumentos explícitos de la democracia donde se piensa que el hecho del voto es una instancia de implicación de los ciudadanos y donde por un día todos los ciudadanos valen uno, desde un multimillonario hasta el más humilde cartonero. De acá surge la fetichización de la urna: una cajita de cartón, que cuando se llena de votos habla, se expresa, envía mensajes la mayor de las veces encriptados y que la dirigencia política tiene la obligación de decodificar. Macri también luego de las PASO de 2019 hizo lo que el diario El País de España publicó el 16 de agosto: “Mauricio Macri reaccionó por fin. E hizo lo que siempre había criticado del peronismo: improvisó un paquete de medidas populistas consistentes básicamente, en repartir dinero a los argentinos, aplazar deudas fiscales y congelar el precio de la gasolina”.

Por eso, la otra cara de la papeleta que viaja desde la mesa del cuarto oscuro hacia la urna se puede plantear una pregunta impronunciable: ¿cuánto vale un voto? Por supuesto que morder de esta manzana prohibida incluye una sanción moral para quienes acepten que podrían votar por unas zapatillas. 

Causalidades. Aunque valorizar el voto puede significar un tema tabú, los autores enrolados en la escuela de la Rational Action Theory como Randall Collins o Jon Elster se preguntan sobre algo tan sencillo como los incentivos que tienen los ciudadanos para ir a votar, las probabilidades que el candidato que esta persona vota gane, y luego que ese candidato cumpla con su “contrato electoral”. Esta cadena de causalidad hace agua rápidamente en escenarios de alto de-sencanto social como el presente. Sin embargo, Elster por ejemplo, dice en su magnífico libro Tuercas y tornillos. Una introducción a los conceptos básicos de las ciencias sociales (Gedisa, 1996) casi haciendo gala de un humor negro raro en un noruego que “desde un punto de vista del interés propio el costo de votar en una elección nacional es mayor que el beneficio esperado. Puedo obtener una reducción de impuestos de unos pocos cientos de dólares si triunfa mi candidato, pero esa ganancia debe ser multiplicada por la probabilidad muy pequeña de que mi voto sea decisivo, mucho menor que la probabilidad de que yo muera en un accidente automovilístico en camino al lugar de la votación” (pág. 61). 

Es evidente que el voto tiene un valor social mayor que la boleta que se mete en la urna y se relaciona en principio con un bien intangible que es el bien común, aunque es difícil expresarlo en términos racionales. Si prevalece esa idea la “platita” será mal gastada, y sería mejor ir a la contienda electoral con otra estrategia, mostrando un horizonte de futuro en el que el país pueda superar sus problemas estructurales.  

Homo Votandis. Sin embargo, hay muchas formas de votar, se puede votar contra un partido (sobre todo cuando es partido de gobierno), contra todos los partidos (caso Javier Milei aun siendo un partido), contra un candidato en particular, o a favor de una idea, aunque sea conscientemente minoritaria, como el caso a votar al FIT-U o mayoritaria como el caso del peronismo y en su conexión con la justicia social. También se puede votar en blanco, votar candidatos un poco en broma (como el payaso Tiririca en Brasil que ganó una diputación por San Pablo), votar como intercambio o directamente no ir a votar. Todos lo hacen por razones distintas, muchas veces existe una red argumental que es difícil de desentrañar. 

El mayor contraejemplo de las ventajas de dar incentivos económicos para impulsar el voto se puede encontrar en la elección por la Reforma Constitucional en Misiones en el año 2006. Se buscaba en esa reforma habilitar la reelección del gobernador. Sin una oposición visible, surgió una figura impensada, la del fallecido obispo Joaquín Piña, respaldado por el entonces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, arzobispo Jorge Bergoglio. Piña no solo organizó, sino que encabezó la boleta del irrepetible Frente Unidos por la Dignidad que le ganaría por trece puntos al Frente Renovador de la Concordia, llevando a cancelar el proyecto de reforma que tenía el apoyo explícito del entonces presidente Néstor Kirchner. En esa elección dejó una frase memorable “agarren todo, que en el cuarto oscuro solo los ve Dios”. Aquel día el voto se transformó en un arma moral, imposible de reproducir en el tiempo, de hecho, Piña colgó sus botines electorales luego de ese triunfo. 

*Sociólogo (@cfdeangelis).