Con el correr de las semanas, el proceso electoral va acaparando la atención de los medios y de los políticos. Es el juego de la política. Para el conjunto de la sociedad todavía esto interesa poco; las preocupaciones son más inmediatas, la gente está más bien pesimista y sin confianza. Hoy inquieta la inflación, no perder el empleo, ser asaltado o asesinado a la vuelta de la esquina. Las palabras no aportan nada a esas inquietudes, ni para bien ni para mal –y la política consiste, ante todo, en palabras–. El proceso electoral podría llegar a tener un efecto sobre las expectativas, y hasta llegar a recrear algunas ilusiones; por ahora, eso no está sucediendo y es difícil que suceda mientras la atención esté centrada en las internas. Por ahora, la política propone paciencia hasta 2015 y confiar en el día después, algo insuficiente para mover las expectativas.
El Gobierno, orientado a implementar el nuevo rumbo económico “ortodoxo”, habla como si la historia hubiese comenzado este año que corre y los problemas que “no se merece” fuesen nuevos, como si este gobierno no llevase ya once años tratando de resolver los problemas que la Argentina no se merece. La oposición, desde hace años fragmentada, no termina de decidir si su identidad se define por lo que podría ofrecer al país como alternativa al kirchnerismo o si se define por denominaciones simbólicas que remiten a distinciones ideológicas del siglo XX. La mayor parte de los dirigentes opositores parecen hablar entre ellos, o para una reducida franja de público muy interesado en la política, que lee política en los diarios y prefiere programas políticos en la televisión por cable a programas de entretenimiento, películas o series de ficción.
Por eso, no debe sorprender que la percepción dominante en la sociedad sea que la política gira en su propia órbita, mientras el mundo de la vida obliga a cada uno a arreglárselas como puede. La proporción de personas que dicen estar afiliadas a algún partido, o que tienen una simpatía definida por alguno, pasó de 75% de la población en 1984 a 20% en la actualidad.
De todos modos, y aunque la mayoría de los argentinos no está pensando en la próxima elección presidencial, la instalación creciente de ésta en los medios puede ir acercando las expectativas de la gente al proceso electoral. Cuando eso sucede, si sucede, los candidatos empiezan a revestirse de un ingrediente de representatividad, la gente empieza a verlos no como fenómenos mediáticos o personajes de una comedia ajena sino como “sus” candidatos. Es el desafío de la democracia representativa.
Por ahora, eso está algo lejano porque las candidaturas todavía no están definidas y los juegos internos en cada espacio político no despiertan mayor interés en el público. Los procesos electorales argentinos, desde el fin del ciclo militar, en 1983, hasta ahora, siguen una de dos pautas: o bien alguien empieza a la cabeza en intenciones de voto y termina siendo el ganador, o bien las tendencias fluctúan y quien termina ganando no es quien iba mejor al principio. La pauta “ganador de punta a punta” se verificó en tres oportunidades: 1985, 2007 y 2011; la pauta fluctuante, “cabeza a cabeza”, en las otras cuatro. En 1983, Alfonsín superó a Luder recién cuatro meses antes de la elección; en 1889, Menem derrotó sorpresivamente a Cafiero en la interna del PJ y desde entonces se mantuvo primero, pero con ventaja decreciente hasta el final; en 1999, De la Rúa superó a Duhalde recién cinco meses antes y se mantuvo primero hasta el final; y en 2003, ocho meses antes Carrió iba primera, después fue primero Rodríguez Saá, luego Kirchner pasó al frente cuatro meses antes de la votación y finalmente Menem terminó primero, con la sorpresa de López Murphy disputando el segundo lugar a Kirchner.
Este año nada nos dice si el cuadro actual de intenciones de voto –Massa, Scioli, más abajo Macri y después Binner, Cobos y Sanz– se mantendrá o fluctuará.
Sabemos que hay una masa de votantes “kirchneristas” –entre 25% y 30% del total– que electoralmente prefiere a Scioli; pero no sabemos si habrá o no otros contendientes oficialistas compitiendo con Scioli. Una interna es probablemente lo preferible para Scioli, ya que seguramente saldría ganador y fortalecido en ese espacio. Del otro lado del espectro hay una masa de “opositores” del orden del 40% de todos los votantes. En estos días, se especula si los avances en armar un frente a partir de UNEN podrán consolidar ese espacio; pero allí también compite el PRO y, hasta ahora, Macri con ventaja. En el medio hay una masa de un tercio de todos los votantes que pide no tanto esta o aquella política pública específica sino más bien menos confrontación de los dos lados, un clima menos exacerbado. Las preferencias de esos votantes del “medio” hoy van en primer lugar a Massa y en segundo lugar a Scioli.
Todo esto pone las estrategias electorales –que muchos intelectuales y políticos descalifican como “marketing”– en un primer plano. En la política de estos años, ese espacio intermedio entre los votantes K y los anti K es decisivo; saber interpretar a esos votantes probablemente sea una mayor ventaja competitiva que elaborar complejas propuestas programáticas –algo que, por lo demás, tampoco se hace demasiado–; y por supuesto, como en todas partes, los atributos personales de los candidatos también cuentan.
Alrededor de todo eso giran los acontecimientos políticos de este período que conduce a la sucesión presidencial. En paralelo, se mueve la economía. El Gobierno, llevando adelante un ajuste imprescindible, gana tiempo y –como dice la Presidenta– aspira a dejar a su sucesor un país más ordenado, por lo menos económicamente. Pero ganar tiempo es correr contra el tiempo. Es tanto lo que debe ordenarse en la economía argentina, son tantos los problemas acuciantes no resueltos, que es imposible evitar las dudas que día a día persiguen a los empresarios, a los sindicalistas, a los funcionarios de gobierno y a los posibles inversores en este país nuestro cuya economía pide a gritos más capital pero que no es capaz de ofrecer una mínima previsibilidad.