COLUMNISTAS
OPININ

Una novela psicodélica

Hace unos días, en una librería de viejo, compré una novela llamada La mafia, de Luis Guillermo Piazza. Nunca antes había oído hablar de ese autor, pero estaba publicado en la colección Serie del Volador, de la editorial mexicana Joaquín Mortiz, que en esos años (1967) todavía era una pequeña editorial independiente (hoy pertenece a un holding multinacional) que editaba a buena parte de los más interesantes escritores de aquel país.

Tabarovsky
|
Hace unos días, en una librería de viejo, compré una novela llamada La mafia, de Luis Guillermo Piazza. Nunca antes había oído hablar de ese autor, pero estaba publicado en la colección Serie del Volador, de la editorial mexicana Joaquín Mortiz, que en esos años (1967) todavía era una pequeña editorial independiente (hoy pertenece a un holding multinacional) que editaba a buena parte de los más interesantes escritores de aquel país.
Pero sobre todo lo compré por el impacto que me causó el texto de contratapa. Cito un largo párrafo: “La mafia es la primera novela estrictamente psicodélica que se publica en castellano. Escrita como un collage, éste organiza no sólo diferentes aspectos y experiencias de un curioso grupo cultural predominante, sino las palabras mismas reensambladas de diversos personajes, libros, periódicos, cartas, conversaciones. La mafia en cuanto obra literaria intenta una desmitificación de ‘la mafia’, en cuanto supuesta intelligentzia conspiradora, todopoderosa”. Debo admitir que un leve temblor recorrió mis manos al tomar la primera novela estrictamente psicodélica publicada en castellano. En la Argentina, esa tradición hoy algo olvidada ha dado más de un texto extraordinario, como los primeros libros de Héctor Libertella, alguno de Néstor Sánchez, los del grupo Opium (como 7 historias bochornosas, de Roberto Mariani), entre otros. Pero no tenía noticias de que Piazza hubiera sido el primero, así que raudamente corrí en busca de información (corrí hacia otros libros, obvio, no hacia Internet).
En el Diccionario de autores latinoamericanos, de César Aira, Piazza ni siquiera aparece. En un par de antologías de esa época, tampoco. De golpe, recordé que en mi biblioteca tenía un libro tan genial como superficial, en el que seguramente podría encontrar algo: Tragicomedia mexicana, de José Agustín (otro de los buenos escritores que en los 70 publicaba en Joaquín Mortiz). El libro cuenta la historia política, literaria y cultural de México, desde 1940 hasta 1982. Allí, en la descripción del año ’67, se lee: “La mafia, de Luis Guillermo Piazza, trató de cimentar la mitificación del grupo literario del mismo nombre, pero en vez de eso, significó su epitafio, pues a partir de allí La Mafia perdió el control de la vida cultural del país, ya que ésta empezaba a diversificarse al grado de que ya no era posible que un solo grupo la abarcase en su totalidad”.
Esta cita de Agustín me generó aún más intriga, y no pude más que releer (con otra mirada, claro) los párrafos que, varios capítulos antes, le había dedicado a ese grupo literario: “Lo que en un principio fue un grupo dinámico, inquietante y enriquecedor llevaba consigo la semilla del autoritarismo intelectual. Hacia 1964, ya se lo conocía como La Mafia porque a ellos mismos les gustaba el término y jugaban con él con un ingenio que no lograba rebasar el cinismo. Para entonces, ese grupo intelectual controlaba directa o indirectamente el suplemento de Siempre!, la Revista Mexicana de Literatura, la Revista de la Universidad, la Revista de Bellas Artes, Cuadernos del Viento, Radio UNAM y varias oficinas de difusión cultural. El gobierno poco a poco fue reconociendo su fuerza intelectual y de hecho procedió a aglutinar a muchos de ellos. Por lo tanto, los de La Mafia lo pasaron muy bien en los años sesenta porque tuvieron todo lo que quisieron: aprecio de las altas esferas y admiración de muchos jóvenes. La Mafia izó como banderas a Adolfo Reyes, Octavio Paz y Rufino Tamayo, y llevó a cabo incesantes campañas de autoexaltación y homenajes mutuos. Finalmente, acabaron creyéndose los amos, al punto de convocar tributos y alabanzas a todo aquel que quería tener respetabilidad en la cultura”.
Impresionado por esta descripción (tan ajena a la realidad argentina, por cierto), emprendí la lectura de la novela de Piazza. La leí en una noche, de un tirón: es malísima. Pero eso no tiene la menor importancia.