El periodismo es la primera versión de la historia. Las pautas éticas para los periodistas son como las estrellas para los antiguos navegantes, quizás no las lleguemos a usar nunca, pero sin ellas estaríamos perdidos”. Más allá de las advertencias de Bill Kovach, referente y gurú estadounidense preocupado por no traicionar las piedras filosofales del oficio, el universo mediático no sólo podría perder su norte sino que al converger, los diferentes medios por momentos se funden y confunden.
Las retóricas del espectáculo y la información se igualan en una puesta en escena en la que es difícil desentrañar la “presentación” de la “representación” de la realidad, en la que los géneros se entremezclan para tratar de retener a una audiencia cada vez más escurridiza e impaciente. No importa que se trate del regreso a la pantalla de la diva por antonomasia de la televisión argentina o del periodista que mejor ha sabido manejar el show en términos de relato. Todo da igual, o parece lo mismo, en una televisión desangelada que se sigue imitando a sí misma. Susana sienta en su living a los protagonistas del programa número uno de la tele nacional: Moisés y los 10 mandamientos, una lata brasileña en la que la reconstrucción de época suena demasiado a cartón piedra.
El resto de la oferta televisiva del “súper domingo” muestra los hilos de una competencia exacerbada en la cual informar, chequear, dudar o insinuar ante la falta de pruebas o certezas, es menos importante que continuar con un espectáculo que no puede ni debe decepcionar. Para algunos periodistas traspasados y modificados por la lógica del éxito, su deber profesional consiste en llegar a la mayor acumulación de audiencia posible. La consagración, que en televisión se traduce en rating, es la vara que legitima el corrimiento de las fronteras éticas, de la fidelidad a la información y, a veces, del buen gusto.
Poco queda del periodismo concebido como un “apostolado”, empírico, autodidacta y con manuales de estilo que definen reglas claras. Hoy por las facultades deambulan estudiantes para quienes ser comunicadores es un paso para concretar las grandes ambiciones en la sociedad posmoderna: fama, poder, dinero, admiración y reconocimiento. Es el riesgo del periodismo “Google”, del impacto por sobre la esencia, de lo superficial por su propio carácter efímero.
En este escenario, no se trata de aproximarse a la verdad sino de parecerlo. La audiencia pasa a estar codificada por la credibilidad alcanzada por el periodista estrella, en un firmamento tan volátil como la propia gloria. El efecto derrame alcanza al entorno. En la pirámide jerárquica se puede ser parte de los periodistas invitados que aportan su nombre, investigador o panelista tratando de descollar en la intrascendencia. Poco importa. El divismo suma, contagia, envuelve.
En la hoguera de las vanidades el rating no es la elección de un contenido, es el aplauso. El narciso solitario no existe. Sólo puede completarse en la mirada de los otros, en su espejo. Es la multiplicación lo que le da sentido, trascendencia y su razón de ser.
El poder mediático permite gozar de un travestismo capaz de condicionar o intimidar a la Justicia, a políticos, a funcionarios o pensar que la prédica basta para derribar o construir hegemonías. Y si el poder mediático crece en demasía, las razones hay que buscarlas en el debilitamiento del resto de las instituciones. Con poderes cada vez más penetrables, benévolos e invisibles, o con ciudadanos cada vez más desinteresados de la escena pública y más atentos a ellos mismos, la democracia se debilita.
Uno de los grandes peligros de estos tiempos, tanto en el divismo periodístico como en el divismo político, está en la forma de hacer y comunicar la realidad política. Como advirtió Slavoj Zizek, la forma más notable de mentir con el ropaje de la verdad hoy es el cinismo: “ellos saben muy bien lo que están haciendo, y lo hacen de todos modos…”.
*/**Expertos en medios, contenidos y comunicación. *Politóloga. **Sociólogo.