Éramos todos adolescentes reunidos en la mesa. De cena, pastas. Los nervios reinaban, aunque ninguno lo dijera, pero todos de alguna manera lo expresábamos con nuestros gestos. Al otro día debíamos ir al predio de Bella Vista, donde seríamos evaluados por los técnicos de las divisiones inferiores de Newell’s. Por momentos era puro murmullo, y en otros ganaba el silencio. Estábamos en esa pensión rosarina al frente de una estación de trenes. Era un viernes de septiembre de 1996, por eso la memoria no logra recordar todo, pero sí a esa escena y al protagonista que aparecerá a continuación. Esa escena me acompaña hasta estos días...
Mientras comíamos había un chico cordobés de 18 años que nos preguntaba a todos cómo estábamos, si nos hacía falta algo; y cuando el silencio se hacía largo, él lo interrumpía para que la tensión no nos ganara. Se sentó sobre un mueble, eso sí lo recuerdo, y sonreía. Nos contaba que era de General Cabrera y que hacía poco tiempo que había llegado. Esa sonrisa bondadosa, que hoy es conocida por todo el mundo futbolero, estaba presente buscando que ninguno sintiéramos nervios por lo que fuera a acontecer al otro día.
Ese pibe, que era pura solidaridad, dos meses después (3 de noviembre) debutó como futbolista profesional ante Rosario Central. Este cronista, que estaba en aquella pensión, cuando lo vio en la tele en aquel clásico rosarino pegó un grito: “¡Ése, ése, ése es el que nos ayudó en la pensión de Newell’s!”.
Su nombre era Pablo Horacio Guiñazú. Esa bondad no me la olvidé jamás y me hice hincha de él. Sentía que el “Cholo” estaba cumpliendo mi sueño, el de ser futbolista. Era uno de nosotros. Y así lo iba demostrando en cada paso que daba.
Creció en Newell’s donde jugó dos años, salió campeón en Independiente cumpliéndole a su papá uno de sus sueños, anduvo por Italia y por Rusia, dejó estampado su nombre en Libertad de Paraguay, se hizo ídolo de Inter de Porto Alegre, donde se coronó en la Copa Libertadores y Sudamericana, está en la memoria de los hinchas de Vasco de Gama; y, además, se puso la camiseta de la Selección Nacional. Desparramó su juego en estadios de todo el mundo, hasta que regresó a la provincia y se hizo leyenda de Talleres. Jugó 828 partidos como profesional y obtuvo 12 títulos. Pero sobre todas las cosas, en cada lugar donde pasó dejó su huella. Y en los que tuvimos el privilegio de conocerlo, nos regaló un legado, nos hizo sentir orgullosos y nos llenó de inspiración para lo que afrontáramos en nuestras vidas.
El “Cholo” decidió colgar los botines, y se va con una sonrisa, esa misma que nos obsequió a los nerviosos aspirantes a futbolistas en aquella pensión rosarina. "... Es el momento de ser padre, esposo, hijo, hermano, amigo, ellos me sostuvieron durante 22 años, y es hora de empezar a devolver...", expresó en su adiós. ¡Andá, “Cholo”, te lo merecés! Ah, muchas gracias...