¿Te pasó alguna vez que la vida parece reírse en tu cara? Que en vez de abrazos recibís cachetadas, y en vez de aplausos, pifias. Momentos en los que sentís que todo sale al revés, que el universo está ensañado con vos, que cada intento termina en un golpe inesperado. ¿Y si esa misma cachetada fuera, sin que lo sepas, la puerta de entrada a tu paraíso? ¿Y si ese golpe que dolió tanto no era un castigo, sino una especie de señal, una bisagra, un giro del destino? ¿Y si cuando te “pegaron”, en realidad estaban matando una mosca… y vos solo viste el impacto, no la intención?
La misma cachetada, vista desde otro ángulo, podría cambiarlo todo. El dolor sería el mismo, sí. Pero el sentido… el sentido sería completamente distinto.
La cachetada de Avi
Esto no te pasó a vos, nos pasó a los dos
Avi -un joven bueno y sensible- salía para conocer chicas, pero nunca sentía que era “la indicada”. Le estaba costaba mucho encontrar pareja. Últimamente había estado saliendo con una muchacha con la que todo parecía avanzar bien, hasta que una tarde lo llamó para decirle que no quería seguir. Así, sin más.
Avi quedó desanimado, con el corazón apretado. Para despejarse decidió visitar a su abuela, que vivía en un geriátrico. Ella padecía Alzheimer: olvidaba nombres, fechas, e incluso a veces olvidaba que él era su nieto. Aun así, él iba siempre; había algo en ese amor que no se rendía.
Cuando llegó, la abuela tuvo un golpe de lucidez. Lo reconoció. Lo abrazó fuerte, con esa calidez que solo las abuelas tienen. Se sentaron a conversar, y en un momento ella le pidió las pastillas que se había olvidado de tomar. Avi empezó a buscarlas, pero no aparecían.
Y de repente—como si una nube oscura volviera a cubrirlo todo—la lucidez se le borró. Lo miró asustada y le gritó:
—¡Ladrón! ¡Me robaste mis remedios! ¡Sos un ladrón!
Avi quedó paralizado.
—Abuela, soy yo… ¡soy Avi, tu nieto! Pero ella no lo reconocía.
—¡Mentiroso! Mi nieto jamás me robaría nada —dijo, y le dio una cachetada.
Avi sintió el golpe en la cara… y otro más fuerte en el corazón. Apartó la mirada para que no lo viera llorar. Mientras intentaba respirar, la abuela volvió a la lucidez por un instante.
—Avi… ¿por qué estás llorando? ¿Qué pasó?
—Nada, abuela. Una basurita en el ojo, no te preocupes.
Ella lo miró con ternura, como si por un segundo el Alzheimer retrocediera.
—¿Seguro, Avi? —preguntó, tocándole la cara donde aún ardía la marca del golpe.
Él sonrió como pudo, la besó en la frente y se despidió:
—Nos vemos pronto, abuela. Salió con el corazón roto… y el cachete también.
Al día siguiente, sonó su teléfono.
—Avi, soy Sara, compañera de tu abuela en el geriátrico. Quiero que salgas con mi nieta.
Avi, sorprendido, preguntó por qué.
Sara respondió:
—Ayer mi nieta Rajel me vino a visitar, y las dos vimos lo que pasó. Vimos cómo te dejaste insultar, cómo te aguantaste una cachetada… todo para no hacer sentir mal a tu abuela. Mi nieta dijo: “Yo quiero un hombre con ese corazón en mi vida.”
Avi aceptó conocerla. Salieron. Conectaron. Y, con el tiempo, se casaron.
Todo gracias a una cachetada.
Gracias a un momento horrible que terminó revelando algo hermoso. Porque así es la vida: nos golpea, nos deja marcas, cicatrices… pero muchas veces son esas mismas cicatrices las que nos conducen hacia las personas que realmente están hechas para caminar a nuestro lado.
Y no solo en el amor.
La vida no siempre nos da lo que queremos cuando lo queremos. A veces se demora, se cruza, se rompe, parece empujar para atrás. Pero si todavía no hay un final feliz… quizás simplemente quiere decir que no es el final.
Hay que tener paciencia.
Hay que tomar el timón de nuestra vida incluso cuando el mar se pone bravo, y confiar en que cada acto de bondad deja huella. Porque el universo es un eco: lo que damos vuelve.
No es casualidad que creación y reacción compartan las mismas letras. Lo que creamos —con nuestras acciones, nuestras palabras, nuestra manera de tratar a los demás— regresa hacia nosotros tarde o temprano.
A veces el camino es más largo, sí. A veces duele. Pero si uno actúa bien, si siembra con corazón limpio, la vida —la misma vida que hace un minuto parecía reírse de vos— de repente te sorprende. Te guiña un ojo. Te acomoda algo que parecía perdido. Te regala un encuentro, una oportunidad, un giro inesperado.
Porque cuando caminás con paciencia, bondad y la capacidad de dejarte sorprender… la vida termina sonriendo.
Siempre.
Incluso después de una cachetada.
(*) Rafael Jashes - Rabino