Si se desafía a cualquier persona de nivel cultural medio, para que nombre en pocos segundos a franceses notables, sin duda lanzará sin repetir tantos nombres como tiempo le demos: Napoleón, la Piaf, Víctor Hugo, Voltaire, Monet, Zidane…
Esa debe ser la razón por la que grandes personajes que serían venerados en cualquier otro país, en Francia son olvidados y hasta desconocidos.
Un caso es el de Maximilien Robespierre (1758-1794). Jurista de profesión, inició su carrera como juez penal de la diócesis de Arras, además de ejercer como defensor legal de los sectores más desposeídos. En origen era un ferviente opositor a la pena de muerte.
En 1851, el martes de carnaval, dos jóvenes catalanas se disfrazaron de Marianne, la ‘diosa de la República’, y fueron paseadas en hombros en Colliure, municipio del sur de Francia. Fueron detenidas y multadas, pero regresaron en junio en un carro adornado por laureles que fue aclamado por la multitud. Entre ellos, se encontraban los miembros de un club clandestino formado en homenaje a Robespierre.
Meses después cayó la Segunda República y con ello, lo que la revolución de 1789 había asegurado en 1794: soberanía popular, gobierno constitucional, igualdad legal y religiosa, el fin de los privilegios y el señorío.
La proeza del Comité de Salvación Pública fue monumental en todo sentido: afianzó las premisas revolucionarias a un costo relativamente limitado de vidas humanas. Durante ‘el terror’ (septiembre de 1792 a julio de 1794), el total de condenas a muerte y ejecuciones en toda Francia fue de 16.594 personas (2.622 en París). Robespierre integró el gobierno por menos de un año (septiembre de 1793 a julio de 1794), en el que se suspendieron las garantías constitucionales.
La construcción conceptual sobre la teoría del gobierno revolucionario, con la necesidad del terror –elaborada jurídicamente– y la autocracia, son los pecados que Francia no le ha perdonado.
No obstante, los paralelismos del perfil de Maximilien con Mao, Pol Pot, Stalin y Hitler, son ridículos.
Hay necesariamente que poner en la balanza (al margen de su dogmatismo ilustrado), que el jacobino abrazó una causa pública abandonando la comodidad de Arras a los 31 años y que toda su actuación revolucionaria estuvo enmarcada en la ‘virtud’ de la honestidad, cuestión que no solo fue una pesadilla para la contrarrevolución, sino también para los ladrones y estafadores. Además, el Robespierre de 1794 estaba agotado, enfermo, desesperado y desquiciado.
Para el bicentenario de la Revolución, en 1989, Luis XVI y María Antonieta tenían más aceptación pública francesa que el de Arras. La estación de Robespierre del metro de París, en la comuna de Montreuil, al este de la capital, es un tímido homenaje al ‘incorruptible’. No hay en toda Francia ninguna estatua, placa o busto que le rinda homenaje. Avergüenza el autócrata terrorista, pero, ¿cuánto tiempo más deberá pagarlo el inclaudicable idealista íntegro?
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