“Arriba las manos para esta banda, que me sostiene el alma y el cuerpo”, dijo Andrés Calamaro en uno de los tramos más intensos de la noche. No fue una frase al pasar: fue casi un manifiesto. Frente a un Movistar Arena colmado, el músico cerró una tripleta de conciertos agotados los días 25, 26 y 28 de noviembre que lo mostraron afilado, eléctrico y decidido a evitar cualquier gesto de rutina. Desde el primer acorde hasta la última despedida, el pogo no se tomó descanso.
La cita porteña formó parte de la Agenda 2025 Tour, una gira que llevó al artista por Latinoamérica y Europa con más de treinta shows en el año y que tendrá su epílogo en el Hipódromo de La Plata y dos fechas en Chile. Buenos Aires, sin embargo, ocupó un lugar particular: tres noches sold out en un mismo recinto, durante las cuales Calamaro pareció subrayar que su lugar en el rock argentino no depende de la nostalgia sino de la capacidad de seguir tensionando su propio repertorio.

El inicio fue contundente. Sin preámbulos ni discursos extensos, la banda emergió en penumbras y dejó que los primeros compases de “Crímenes perfectos” hicieran el trabajo de presentación. Lo que siguió fue una especie de acuerdo silencioso entre escenario y tribunas: nadie vino a mirar desde lejos. Desde ese momento, el campo se movió como un organismo vivo y las plateas se levantaron hasta el punto de volver irrelevante la presencia de las butacas.
Construido sobre un set de 23 canciones, el espectáculo funcionó como un repaso intenso de la obra de Calamaro, desde los ecos de Los Rodríguez hasta los discos solistas más celebrados. “Cuando no estás”, en segundo lugar, consolidó el clima de comunión. La versión de “Loco” que vino después, más cruda y con las guitarras al frente, reforzó el carácter rockero de esta etapa de la gira. El sonido fue compacto, con una mezcla que favoreció los arreglos eléctricos y dejó poco margen para la contemplación distante.

A partir de allí, el concierto alternó pasajes de euforia festiva y momentos de emotividad sin perder continuidad. “Te quiero igual” y “Carnaval de Brasil” hicieron que el estadio entero cantara de pie, en una suerte de carnaval portátil. “Rehenes”, con su pulso más oscuro, dio paso a un pogo que ya no se detendría durante el resto del show. Lo mismo ocurrió con “Para no olvidar”, quizás uno de los puntos de mayor densidad emocional de la noche, capaz de unir en un mismo coro a quienes descubrieron la canción en vinilo y a quienes la escucharon por primera vez en playlists digitales.
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La sección central del concierto fue construyendo una narrativa interna. “Cuando te conocí”, “Me arde” y “A los ojos” aparecieron encadenadas, sin respiro, como si el repertorio se ordenara por intensidad más que por cronología. Antes de esta última, Calamaro advirtió: “Ahora viene una difícil”. La dificultad, lejos de intimidar, pareció empujar al público a cantar más fuerte. El estadio respondió con un murmullo colectivo que terminó en grito.

Hubo también espacio para la experimentación sonora. “Output-Input” ofreció un groove preciso y musculoso, mientras que “Los aviones” introdujo una atmósfera más introspectiva, sostenida por una banda que funciona como una unidad sólida pero lo bastante flexible como para acompañar los matices del repertorio. “Nacimos para correr”, con su tono de folk melancólico, sirvió como momento de recogimiento antes de la siguiente escalada de volumen.
La presencia de invitados aportó otro nivel de lectura a la serie de conciertos. En una de las noches, Chano y Bambi Charpentier se sumaron al escenario para interpretar “Donde manda marinero”. Visiblemente emocionado, Chano dijo desde el escenario: “No puedo creer estar acá. Esta canción la soñé toda mi vida, y cantarla con Andrés es algo que nunca voy a olvidar.” Más tarde, en redes, volvió a agradecer: “Un Andrés radiante, conectado con todo. Un sueño cumplido con mi hermano.” Bambi, por su parte, celebró el momento como “una escena que vamos a guardar para siempre”.

Instantes después, subió Facundo Soto, de Guasones, para sumarse a “El salmón”. Con su tono entre desgarrado y desafiante, le dijo al público: “Cantar esto con Andrés es como volver a las bases del rock. Un honor enorme.” La dupla potenció la crudeza de la canción y desató otra oleada de movimiento en el campo.
Ya sobre el final, Pato Sardelli, guitarrista de Airbag, aportó su virtuosismo en una de las versiones más emotivas de “Paloma”. Antes de empezar, tomó el micrófono y dijo: “Gracias por invitarme a tocar este himno. Para nosotros, Andrés es una escuela entera.” El público respondió con ovación sostenida.

El desenlace del show fue una secuencia que no dio tregua. “Tuyo siempre”, “Mi enfermedad” y “Alta suciedad” se sucedieron casi sin pausas, y con “Sin documentos” el Movistar Arena se pareció por momentos a una tribuna de fútbol en pleno clásico. Los saltos, los cánticos y los brazos en alto confirmaron algo que ya venía insinuándose desde el inicio: el eje de estas noches no fue la prolijidad, sino la intensidad.
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Uno de los gestos más comentados de esta serie de shows fue la reinterpretación de “Flaca” en clave Oasis. Con una introducción manchesteriana, tempo más pesado y Calamaro cantando una octava más arriba, la canción se alejó de su versión original para acercarse a un homenaje indirecto al sonido británico de los años noventa. El experimento, surgido en los ensayos según explicó luego el propio músico, fue recibido con curiosidad y entusiasmo, y reafirmó su disposición a revisar sus clásicos sin convertirlos en piezas de museo.
La banda, integrada por Germán Wiedemer, Julián Kanevsky, Mariano Domínguez, Andrés Litwin, Brian Figueroa, Andrés Ollari y Pablo Fortuna, funcionó con solvencia y personalidad. Calamaro se tomó su tiempo para presentarlos uno por uno, subrayando la trayectoria y el aporte de cada integrante. La combinación de guitarras, teclados y vientos construyó un paisaje sonoro consistente, con guiños al rock clásico, al soul y, por momentos, a la tradición del jazz aplicada al rock and roll.

Más allá de la estructura del show, lo que terminó de definir estas tres noches fue la relación entre escenario y público. La audiencia, de composición claramente intergeneracional, se movió entre la emoción y el desahogo, confirmando que el repertorio del artista se instaló en un lugar que excede la coyuntura: funciona como archivo emocional y, al mismo tiempo, como banda sonora del presente.
Con el Movistar Arena ya a oscuras y el eco de “Los chicos” todavía flotando sobre las tribunas, quedó la sensación de haber asistido a algo más que una noche de grandes éxitos.
LT