CULTURA
Apuntes en viaje

Burbujeo

Al cabo de una semana en la capital, harto del meneaíto de luces y sonidos, escapé a las montañas de Hakone, que forman parte del Parque Nacional Fuji-Hakone-Izu.

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Burbujeo. | marta toledo

Adoro las termas. Allí donde se procede a la suspensión mendaz de la realidad para explorar el interior entrópico de ese colosal monumento a la bata y a la chancleta. Commodity que conquista ociosos, reumáticos, libros de Dan Brown; piscinas enturbiadas con secreciones cálidas despedidas de reojo. Porciones de un puzzle variopinto que todas juntas enhebran el sistema por el cual se revela el ideologema del sujeto oxidado y brota uno de los cortes de difusión de los grandes éxitos medicinales: la pasión verista por la materia sanadora. Para ello, claro, acatamos el master plan que nos alerta (ojo) que la intimidad familiar se licuará como ingrediente de un postre molecular. Vamos, de algo estoy seguro: si la pandemia y la consiguiente cuarentena no hubieran obturado mi destino, me habría estirado hoy mismo hasta algún parque termal cercano para pasar allí unos días. 

(Mis amigos y mis amigas no lo comprenden, dicen que soy grasa.) 

De las que florecen en nuestro país he visitado varias. La ristra entrerriana: Villa Elisa, Federación, Chajarí (la ciudad de mis abuelos y también de mi padre), Concordia, y así. Cacheuta en Mendoza, Copahue en Neuquén, podría nombrar a paladas. En Chile conozco varias también; a escasos kilómetros de Quito, en Ecuador, las termas de Papallacta son una delicia. Solo por mencionar un par, puedo incorporar al inventario las naturales, esas que no forman parte de ningún anquilosado complejo turístico, como Puente del Inca o la altiplánica Laguna Verde, a 4325 metros de altura, a más de 200 kilómetros de Copiapó. 

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Hace algunos años visité Japón. Estuve más de un mes, solo, entonces el recorrido por ciudades y poblados adquirió, si podemos rotularlo así, un tinte reflexivo, analítico, siempre introspectivo. Al cabo de una semana en la capital, harto del meneaíto de luces y sonidos, escapé a las montañas de Hakone, que forman parte del Parque Nacional Fuji-Hakone-Izu, a 80 kilómetros al oeste de Tokio, en la prefectura de Kanagawa. Hakone es una ciudad tradicional, shukuba entre los usuarios de la ruta Tokaido que unían Kioto con Edo. Durante la era Meiji, el emperador situó allí su villa de verano a la orilla del lago Ashi. Hoy, la ciudad ostenta espléndidos ryokan que exudan silencio y tranquilidad y atesoran numerosos baños termales (onsen). No en vano, siendo zona de volcanes, es también famosa por sus aguas calientes.

Una vez allí opté por el complejo más accesible a mi bolsillo flaco. Dentro del parque termal hice lo de siempre: detener la marcha, observar o más que eso: reparar en los detalles, la ritualidad lisérgica del nipón. Descubrí entonces que a las termas se ingresa desnudo. Hombres por un lado, mujeres por otro. Las piscinas más bien pequeñas, espejos que absorben bocanadas del entorno, cada cual a lo suyo. Una de las tantas diferencias con nuestras termas es que allá no revisten un carácter recreativo, sino más bien espiritual, liberador. Como sea: dediqué el día al relax. 

Y así estaba yo, inmerso en un burb  ujeo cálido, cocinado a fuego lento por el manantial vaporoso, cuando dos mastodontes rusos optaron por interrumpir la calma. Barbotaban vocablos ininteligibles, cada tanto miraban a uno y a otro lado del santuario termal, pero no reparaban en mí. Con empuje elástico, uno de ellos tomó la bolsa plástica que traía consigo, extrajo dos latas de cerveza, las abrió y ambos procedieron a beberlas. 

En menos de un minuto, cinco japoneses desnudos –tal vez seis. La escena me perturbó- rodearon la diminuta piscina para explicarles –en japonés y también mediante señas- que aquello estaba prohibido, que guardaran las latas, y ya, silencio. La dupla de gigantes reía, gesticulaban con imperial displicencia. Hartos quizá del protocolo aleccionador, de súbito salieron de la piscina y abandonaron el recinto.