CULTURA
Apuntes en viaje

Delfín Amazonas

El espacio central del predio que nos acogía a ochenta kilómetros de Iquitos parecía lloriquear con moco fofo; el lecho mojado por la garúa continua le deba un aspecto ceroso.

20201108_delfin_amazonas_martatoledo_g
Delfín amazonas. | marta toledo

Una vez recorridos los seiscientos metros zigzag que separan la choza improvisada del muelle improvisado, sentí cómo un efecto involuntario de gozo se apoderaba de la lateralidad de los sentidos. El aroma proyectado de las hierbas blandas había impregnado el ambiente y un impulso cegador del sol se amplificaba con el nácar del lecho pluvial. Permanecimos en silencio, acaso el tiempo que le tomó a Javier despejar sus dudas (sospechas), mientras jugaba con la deformidad del dedo más pequeño del pie derecho. Al otro lado del río, las gentes salían de los bohíos para esperar, en las plantas altas de los torreones, la llegada de las lanchas colectivas.

Javier enarcó las cejas revueltas. Convencido en todo caso del fragor inútil, creyó refugiarse en un retiro subterráneo. Su frente se arrugó así; parecía surcada por canalillos de cultivo. Me miró:

— ¿Estamos seguros de hacerlo?

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Los días en la choza eran cálidos y extensos, y pasaban. Si bien al comienzo no había resultado una experiencia del todo provechosa (calor-humedad-mosquitos), con el correr de las semanas nos sentíamos a gusto. Para empezar, habíamos aprendido las artes de la agricultura doméstica –¡hasta cosechamos sardinas en la piscigranja vecina!–, incorporamos costumbres de los pobladores de esa región del Amazonas peruano y, por sobre todo, habíamos conocido gente magnífica, verdaderos artesanos de la supervivencia.

El espacio central del predio que nos acogía a ochenta kilómetros de Iquitos parecía lloriquear con moco fofo; el lecho mojado por la garúa continua le deba un aspecto ceroso y las figuras indefinidas parían un envión tropical. La escoria que escupían las lanchas era absorbida por los arbustos altos y húmedos y mudos y dispuestos, el tinte tranquilizador. Las plantas de zapote recibían los trazos de un sol vigoroso. El canto de unas aves sin nombre completó el cuadro de un espectáculo espléndido.

Con el atardecer llegaron los bocinazos de los cargueros que lanzados al río ancho llevaban y traían mercaderías, madera sobre todo. Javier, que para entonces dormitaba, se despertó sobresaltado zas. Intentó concentrarse en el sueño inusitado aunque agradable que había enhebrado mientras dormía la última trama. Me lo confió: un niño deslizándose por sobre el polvo dorado de una gran duna que desprendía brotes de arena sólida sobre una laguna rectangular, curiosamente repleta de espuma. El chico no temía, e incluso perforaba la placa viscosa y se sumergía en las profundidades de la gran laguna médano, donde aguardaban siete reinas en su trono. Frente a la mesa examinadora de mujeres, el niño-pescado abría su pecho escaso con las dos manos y retiraba el corazón morado, sangrante, para entregárselo a la más anciana de las siete.

De súbito llegó Juan, nuestro contacto con la aldea, a quien habíamos conocido mientras recorríamos la cuenca del Marañón, antes de establecernos a orillas del Amazonas. No hablaba español, o mejor dicho: no hablaba. Nos entregó la canoa y los remos, le dimos el dinero acordado, y se largó. No sin antes obsequiarnos algunas indicaciones mediante señas y sonidos guturales que interpretamos de inmediato. El río Amazonas es bravo, cualquier distracción o mala maniobra nos costaría la vida.

Remamos río arriba alrededor de dos horas uf, hasta que el dispositivo satelital nos brindó la ubicación precisa donde esperar el milagro, que ocurrió unos cuarenta minutos después. Media docena de delfines rosados en franca romería, al resguardo del cogoteo y la zambullida. De repente comprendí que todo cabía ahí, en una sílaba.