"Hay muchos tipos de editor. Algunos optan directamente por seguir al mercado. Mientras que otros somos más literarios, e intentamos crear lectores”, dijo hace poco Jorge Herralde, fundador y editor de Anagrama, célebre sello catalán que lleva ya más de 35 años en el mercado.
El inicio fue en 1969: plena agitación cultural en Europa y la España franquista. Herralde decide abandonar la carrera de ingeniería y el trabajo en la fábrica metalúrgica paterna para encauzar su pasión por la lectura: con dinero de su familia funda la editorial que hoy es referente por la calidad de su catálogo. Y, con el correr de los años, este aura de prestigio (que pocos se animan a definir en términos objetivos) convirtió a Anagrama –y al Premio Herralde– en la deseable instancia consagratoria para algunos autores latinoamericanos, que ven en el sello una gloriosa entrada al mercado europeo.
Es que Anagrama publica en castellano desde autores contemporáneos (algunos descubiertos por Herralde, otros con una larga carrera en otros sellos) hasta los ya considerados clásicos de la literatura del siglo XX: Martin Amis, Paul Auster, Julian Barnes, Charles Bukowski, Truman Capote, Raymond Carver, Michel Houellebecq, Kazuo Ishiguro, Ryszard Kapuscinski, Hanif Kureishi, Antonio Tabucchi y Enrique Vila-Matas; los latinoamericanos Roberto Bolaño, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol; y los argentinos César Aira, Alan Pauls y Ricardo Piglia.
Pese a su alto valor simbólico, Anagrama sigue publicando 75 títulos al año, una cantidad reducida si se lo compara con las novedades de los grandes grupos editoriales. Herralde acaba de publicar Por orden alfabético, libro que permite leer el catálogo desde otro lugar –y descubrir, por momentos, cómo lee un editor–, a través de anécdotas, crónicas, homenajes y discursos. Herralde también es testigo y anfitrión de exclusivos cocktails y multitudinarias presentaciones en todo el mundo; por momentos hay destellos íntimos de algunos consagrados. El tono siempre es amable: si existe una máxima que indica que la relación editor-escritor es, por su propia naturaleza, tensa, Herralde no lo deja ver. Incluso cuando el polémico Javier Marías se separó del sello en 1995 acusando a los editores de ser “unos ignorantes mercachifles” y comparándolos con proxenetas “dedicados a traficar con putas de postín”, Herralde sólo declaró estar acostumbrado a “traficar con los egos de los escritores”. Un tráfico que, según sus libros, no le provoca más que placer.
—¿Cómo surgió Por orden alfabético?
—Reuní una gran cantidad de artículos o textos de conferencias escritos en los últimos años. En realidad, llegó un momento en que el libro tenía el doble de extensión pero, al ver el mamotreto ya compuesto, me pareció decididamente indigesto y opté por publicar sólo la primera parte: los retratos, perfiles o bocetos dedicados a 48 escritores y editores. Pienso que conforma, junto con mis otros cuatro títulos, una suerte de patchwork, una crónica sobre cierta forma de entender (y practicar) la edición en las últimas décadas. Destacando e intentando hacer vívidas las figuras de los protagonistas, es decir los escritores de Anagrama, y también algunos de los muchos colegas cuya labor aprecio y admiro. Y yo soy como un itinerante actor secundario, el hilo conductor de esas crónicas. Un dato importante a destacar es que todos, o casi, son textos “bajo pedido”: de periódicos, revistas, universidades, coloquios. Por ello faltan algunos autores importantes de la editorial y amigos muy queridos. Por ejemplo Paul Auster –nada menos–, Luis Goytisolo o Alfredo Bryce Echenique.
—En el libro habla del boom latinoamericano en los 60 y también del “british dream team” de la literatura inglesa en los 80... ¿Cuáles son los factores que intervienen en el surgimiento de una generación o de un “boom” para que sea reconocida como tal?
–Quizá los movimientos literarios –o etiquetados como tales– más significativos en las últimas décadas hayan sido el nouveau roman francés, el boom latinoamericano, el llamado british dream team y la irrupción de la literatura angloindia. El nouveau roman surgió amparado por un extraordinario editor, Jérôme Lindon, al frente de Editions de Minuit, propulsado por un combativo teórico y estratega, Alain Robbe-Grillet, que a la vez era uno de los novelistas del mismo grupo, con Claude Simon, Samuel Beckett, Michel Butor, Marguerite Duras, Natalie Sarraute. Una famosa foto con los autores y Lindon, posando frente a Minuit, sirvió de eficaz reclamo mediático. Como casi siempre sucede con esas agrupaciones no espontáneas, todos los componentes del nouveau roman afirmaban que no escribían nouveau roman. Tampoco la etiqueta british dream team, el de Amis, Barnes, Ishiguro, Kureishi, McEwan, Swift (también por orden rigurosamente alfabético), les gusta a algunos de ellos –el gran escritor siempre es único, y cada vez más único según avanza triunfalmente en su carrera. Pero creo que ha sido mediáticamente eficaz, ya que no muy original ni glamourosa. Pero, olvidando la etiqueta, después de los años 70, en los que la narrativa inglesa estaba considerada bastante parochial y poco estimulante, coincidió una extraordinaria generación, cosmopolita y atrevida, tanto de escritores británicos como de los llamados angloexóticos –Rushdie, Ishiguro, Kureishi, Timothy Mo. Con puntos de apoyo como la entonces imprescindible revista Granta y la creación del Booker Prize (ideado por el gran editor Tom Maschler, al frente de la editorial Jonathan Cape). Respecto del famosísimo boom latinoamericano, muy poco puedo añadir a lo escrito: constatar la coincidencia en el tiempo de jóvenes escritores talentosísimos como García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes y otros, con el apoyo de editores como Carlos Barral o Paco Porrúa, en Sudamericana, y la agente Carmen Balcells; y el momento unificador y luego disgregador de la Revolución Cubana. En cuanto al boom de la literatura angloindia, que fue comparado con el latinoamericano, se inició en los 80, a raíz del gran éxito de Los hijos de la medianoche, de Rushdie. Pero nunca se planteó como grupo organizado y parece que, pese a los excelentes autores, no se asemeja ni en prestigio literario ni en número de lectores.
—¿Puede señalar, hoy, un foco de nuevos escritores que estén bajo condiciones similares?
—Le pediré prestada a Bolaño alguna de sus listas (le encantaba hacerlas, como consta en sus escritos) de aquellos escritores en lengua española de su generación que consideraba más talentosos. Si bien recuerdo, los más asiduos en las mismas eran los argentinos Rodrigo Fresán y Alan Pauls, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, los españoles Enrique Vila-Matas y Javier Marías o los mexicanos Juan Villoro y Daniel Sada. Un puñado de escritores, con frecuencia amigos personales, que parecían haberse desembarazado de la ansiedad de las influencias.
—¿Por qué cree que el género poesía no es redituable?
—Más que creencia, se trata de una constatación casi inexorable, según opinión generalizada. Yo apenas he publicado poesía y siempre por alguna cuestión personal, de amistad con el autor o con el traductor; o bien para añadir algún libro de poesía de un autor al resto de la obra en prosa, publicada en Anagrama. Así fue con Del natural de Sebald, que estuvo muchas semanas en las listas de best sellers de poesía, mientras que las ventas no llegaron a 2000 ejemplares: ergo, la poesía no se vende. Claro que pueden producirse fenómenos con determinados autores (cuya calidad literaria no es siempre deslumbrante), desde Neruda a Joaquín Sabina, pasando por García Lorca, Benedetti, Antonio Gala o Mao Tse-Tung, si bien éste tenía la ventaja del lector muy cautivo.
—¿Cuál es el escritor de su sello que menos vendió? ¿A qué lo atribuye?
—Ya sé que en el Tour de Francia el llamado “farolillo rojo”, el último clasificado tiene cierto prestigio (más bien chusco), pero... En fin, le diré que, por desgracia, algunos de nuestros mejores autores han tenido pocos lectores: José Bianco, Alejandro Rossi, Rodolfo Wilcock o Giorgio Manganelli, por citar escritores extraordinarios. Bueno, Mallarmé tampoco vendió tanto y, como es archisabido, Stendhal confiaba en los lectores de los siglos futuros –y acertó.
—Cuando habla del editor independiente Morgan Entrekin, menciona el triste momento en que un autor se va de un sello, como fue el caso de Cold Mountain, un inesperado best sellers. ¿Por qué cree que sus autores son tan fieles?
—Me halaga la pregunta, pero la fidelidad total no sólo es imposible sino tampoco exigible ante ofertas tan desmedidas como las que a menudo proponen los grandes grupos. Y aunque los resultados no les resulten nada rentables, pueden asumirlo y de paso debilitan a la competencia. Una típica conducta a lo dumping. Y mejor no olvidar la frase de El padrino: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”. O la del gran Oscar Wilde: “Puedo resistir cualquier cosa menos la tentación”. Dicho esto, muchísimos de nuestros autores han persistido en querer publicar con nosotros y posiblemente no se han sentido defraudados.
—Enrique Vila-Matas habla frecuentemente de Anagrama como la condición de posibilidad de su escritura. ¿Cuál es su relación con su obra?
—A finales de los 60 conocí a un jovencísimo Vila-Matas cuando era un colaborador de la revista Fotogramas. En los 70 escribió trabajosamente cuatro libros, muy primerizos pero que empezaban a emitir destellos, y en 1984 lo publiqué en Anagrama por primera vez. El libro se llamaba Impostura, quedó finalista en nuestro primer concurso de novela, y mejoraba notablemente sus libros anteriores, aunque seguía siendo algo insatisfactorio. Pero ya con el siguiente, Historia abreviada de la literatura portátil, Vila-Matas se convirtió en Vila-Matas, de quien en Les Inrockuptibles de la semana pasada se afirma que es “el mayor escritor español del momento”. Pero el trayecto no ha sido fácil. Pese a los aciertos literarios de sus libros y las tempranas traducciones que empezaron a conseguirse, no llegó a un público amplio hasta el 2000, con Bartleby y compañía. Y desde entonces se han sucedido los galardones y ha aumentado notablemente el número de lectores. En Anagrama ha encontrado un editor que ha creído en él, que ha leído con extrema atención sus manuscritos y que lo ha ido publicando pese a la relativa indiferencia, aunque con el entusiasta apoyo de los happy few.
—¿Pueden objetivarse, de alguna manera, los criterios de “publicabilidad”? ¿Cómo es en su caso?
—Los criterios pueden ser: calidad literaria, dotes exploratorias, ambición intelectual, una voz nueva (o razonablemente nueva), el pálpito de encontrar a un escritor incipiente con futuro, la empatía con el catálogo de Anagrama. Y que seamos capaces de detectarlo sin demasiados errores.
— ¿El hecho de que un autor se rodee de un aura de prestigio al publicar en su sello lo estimula?¿Le da cierta impunidad?
—Me estimula que ciertos autores quieran publicar en nuestro catálogo y puedan estar en compañía de escritores que admiran. Así, Bolaño quiso publicar en Anagrama porque allí se encontraría con Wilcock, Perec, Vila-Matas. Y que Anagrama pueda ofrecer unas prestaciones profesionales que no perjudiquen ese deseo. En cuanto a la impunidad, por fortuna (y como estímulo), no existe: tras cometer unos cuantos errores garrafales, el aura posible de una editorial se desvanece por ensalmo. Hay ejemplos, bibliografía.
—En la Argentina, como en toda Latinoamérica, se lee mucho a los autores del sello. Sin embargo las traducciones, en especial aquellas obras que manejan un dialecto coloquial, son mal recibidas. ¿Cuál es el criterio a la hora de traducir?
—Esta pregunta surge inevitablemente en todas mis conferencias o coloquios en América latina. Pienso que el problema surge en especial en las novelas con mucho diálogo –agravado si es muy argótico. Sólo se solucionaría con una traducción para cada país (y a veces para varias regiones de un mismo país). Con frecuencia propongo un caso: Trainspotting, de Irvine Welsh. Con su jerga escocesa y además “drogona”, al lector londinense le resulta tan difícil captar enteramente los diálogos como al argentino los de la traducción española. En la versión cinematográfica, en los Estados Unidos resolvieron el dilema doblando los diálogos al “americano”. Y debo añadir que nuestro plantel de traductores, que coordina Teresa Ariño, recibe en España gran número de alabanzas.
Sobre la crítica y la autoayuda
—Cita a Bordieu (uno de sus autores) cuando habla de la concentración empresarial y la globalización con su consecuencia paradójica: el empobrecimiento cultural a causa de la sobreproducción.¿Cuál es su posición al respecto?
—Estoy completamente de acuerdo con él. Pero éstas son las características del terreno de juego (hiperconcentración, globalización, sobreproducción, banalización) y debemos utilizar las armas más pertinentes (y una obstinación a prueba de bomba) para maniobrar en el mismo. Peleando a la contra.
—Tanto en El observatorio editorial (Adriana Hidalgo, 2004) como en Por orden..., menciona reiteradamente las reseñas que se hicieron de sus autores. ¿Qué papel tiene la crítica en el campo literario?
–Hace ya mucho tiempo que el mandarinato crítico es cada vez menos funcional para suscitar grandes ventas. Pero las reseñas entusiastas, escritas por críticos de valía, al menos masajean el ego del escritor (con su inseguridad casi obligada) y secundariamente el del editor. Aunque recuerdo bien, porque me afectaron favorablemente como editor, la eficacia de dos críticos de El País: Rafael Conte apoyando a Alvaro Pombo ;y Albert Cohen, e Ignacio Echevarría, a Roberto Bolaño, Ricardo Piglia y César Aira. La hipótesis más habitual es que los libros se venden cuando, tras una suma de estímulos mediáticos -cuanto más simultáneos mejor (reseñas, entrevistas, reportajes)-, se desencadena el imprescindible boca a boca.
— Hay un capítulo dedicado al editor de Kairós, una de las editoriales más importantes en filosofía oriental, autoayuda y la llamada “metafísica”. ¿Por qué cree que hay tanta demanda de estos géneros en la actualidad?
—Quizá el desconcierto, la inseguridad, la desolación: agarrarse a un clavo ardiendo, huir de la inconfortable lucidez. Yo, quizá por desdicha o por insuficiencia, soy laico; en fin, ateo sin fisuras ni ilusiones póstumas.