Desde que supe que mi viaje por la selección de los festivales se iba a extender –gracias a la invitación de Gúdula y otros amigos– y que iba a estar parando en la Suiza romande, decidí buscar datos para llegar a encontrarlo.
Rolle estaría cerca.
En Amsterdam, encontré a un amigo que me dio un contacto para averiguar la dirección. Aunque sólo obtuve un dato aproximado, fue muy valioso para mí, incluso suficiente: hace tiempo que siento que todo se trata de aproximaciones sucesivas.
Preparé ánimo, moneda y mochila. Alhassane me vio salir para la gare y me dijo, en francés africaine, que parecía un guerrier préparé pour la bataille!
Era un día especialmente soleado y frío. Desde la ventana del tren, ya llegando a Rolle, vi los viñedos y las montañas nevadas. Bajé, busqué un lugar para empezar a preguntar. Compré cigarrillos para abrir diálogo con un señor de una estación de servicio: primera pista. Luego un taxista estacionado: segunda pista, más precisa.
En este país pequeño, las ciudades de colinas suaves entre los Alpes encierran barrios enroscados, con callecitas que dan vueltas entre los buttes, con puertas de jardín de acceso a residencias múltiples y con poca gente en la calle. Caminé y caminé con mi mochila cargada y mi sombrero. Cada vez que sacaba la cámara alguien me miraba con atención.
El dato estaba parcialmente correcto, o sea parcialmente errado. Creí estar cerca varias veces, pero...
Me mandé por un barrio interior y salí detrás de un pequeño cementerio. Di toda la vuelta a la manzana: adelante había una pequeña iglesia gótica y abajo la calle supuesta. Me metí en el único lugar que no era casa cerrada. Una ludoteca: nadie. Al rato salió una mujer grande, vestida un poco hippie, con ojos azules y el cabello largo teñido de rojo. Me contó que era chilena, pero hacía más de treinta años que vivía en suiza y ya no le salía el castellano, y que su hijo era actor, por si me interesaba a mí o a él, para alguna película. Me acompañó a una posible casa; golpeó, pero nadie salió. Me dijo que se llamaba Love. Sí.
Seguí buscando a tientas aunque con sol. Me mandé por un parking: detrás de varios coches, una entrada a un vivero. Se me puso la piel de gallina, el frío me salió de adentro. Como hipnotizado abrí la puertita y me metí –sintiendo que mis pasos se escuchaban demasiado porque el piso era de piedritas– entre una línea de portamaceteros con techitos acanalados. Sí: saqué la cámara casi sin aliento y encuadré desde el extremo oblicuo, rogando que no saliera nadie en ese momento.
Miré y, aunque por el invierno todo estaba algo desmontado, me sentí totalmente seguro de que ahí se había filmado la última escena de Notre musique, el maravilloso gag donde se golpea la cabeza contra la chapa. Me di vuelta y golpeé irresponsablemente en las dos puertas que daban a ese patio interior. Nadie respondió. Grité suavemente: ¡Monsieur Jean-Luc!... Nadie respondió. Salí pisando suavemente. El cartelito adelante del vivero decía el nombre del propietario. Volví a la calle excitado, miré la hora con preocupación: a las 5 oscurece irremediablemente y todo se cierra aún más.
Golpeé en las puertas del frente de las dos casas. Nadie apareció. Volví a caminar las tres cuadras. Salió Love de la ludoteca y me dijo que su compañero de trabajo creía que J-L se había mudado hacía un tiempo. Me salió quel dommage... Oui, dommage, respondió Love y se fue.
Regresé al frente del vivero. Salía un joven rubio, le pregunté, miró para el parking y naturalmente me dijo que no estaba. Saludó con cortesía y se alejó sin más. Volví a rodear el lugar. Bajé escaleras entre las casas hasta una calle paralela. Estaba cansado y con frío. Vi un bar Cardinal du Nord y enfrente un kebab: una vez más elegí la barata comida turca.
Comí algo, tomé un vaso de vino, fui al baño y volví a subir. Enfrente de la casa supuesta había estacionado un coche con dos señoras. Me acerqué rápido a preguntar por la ventanilla, blandiendo mi papelito inexacto. La más joven, al volante, me respondió que para qué buscaba yo al Monsieur. Mi explicación no le convenció, o no pudo entenderla, y en arrebato controlado empezó a vociferar que Suiza era un país tranquilo, que nadie tenía derecho a molestar, y que el señor Jean-Luc era un señor grande que quería vivir tranquilo, ¡¡y que yo ni siquiera tenía la dirección precisa!!
Al lado, la madre le decía suavemente que se calmara. Yo insistí, aclarando que lejos estaba de molestar. Había venido de mi país para... La hija al volante encendió el motor y acentuó su desagrado: repitió que no se molestaba a la gente en este país. La madre se dio vuelta, me miró y señaló la casa del frente: C’est là. La otra gritó: ¡¡¡Maman!!! Merci Madame, le dije mirándola a los ojos. El auto partió y yo crucé decidido hacia la casa con un bow vidriado para nieve en la puerta. Golpeé y golpeé. Nada. Por la puerta de al lado, la del vivero, salió un señor alto de barba y gesto amable. Demandé, miró al parking y me dijo con una sonrisa, también amable, que no estaba. ¿Pero usted vive aquí? ¿Lo conoce? Oui, je suis le propriétaire. Bonjour.
Bon.
Seguí dando vueltas para no quedar como un paparazzi molesto en la calle vacía. Ya la noche caía sobre el sol pálido. Estaba jodido. Desde la esquina saqué un par de fotos apuradas, como recuerdo. Un auto entró en cuadro y estacionó frente a la casa. Guardé la cámara y me acerqué casi corriendo. Se bajó un hombre de lentes mirándome con enojo. ¿Y qué me dijo?: ¡Monsieur, Suiza es un país tranquilo, no hay que molestar a la gente!
Le expliqué mi motivación y me respondió que hablaba español. Y hablaba muy bien, en verdad. Cambió totalmente su actitud. Me llevó hasta el parking y empezó a contarme: no, el auto no está, así que no ha vuelto. Me dijo que tenía un Opel negro pequeño, que odiaba los autos, que salía por la mañana temprano, que a veces no volvía. Me invitó a tomar algo en un bar que Jean-Luc frecuentaba: el Cardinal du Nord. Bajamos las escaleras entre las casas. Jaime pidió una jarra de vino y preguntó a la dueña, que le dijo que hacía tiempo que venía poco por ahí, a veces a desayunar, y que a veces lo veía en el Churchill. Mientras nos sentábamos, Jaime dijo que Rolle estaba lleno de barcitos escondidos. Me contó que era francés, que había mejorado su español viviendo en Bolivia tres años, haciendo su tesis de economía como trabajo para el servicio militar nacional, que trabajaba en una empresa de Genève, que viajaba todos los días, que ahora venía de probar la pista de arriba porque siempre llevaba su equipo de esquí y que esa noche iba a nevar, aseguró. Hablamos de la economía boliviana, de los gobiernos de García Meza, de Siles Zuazo y de Evo. Le pregunté si creía que Evo iba a abrir el salar de Uyuni para extraer la mayor reserva de litio del planeta. Me dijo que entendía mi preocupación aunque él creía que quizá no abriera el salar, porque era una reserva natural y Bolivia estaba negociando con Naciones Unidas para que le pagaran millones. Dijo sonriendo: los tiempos cambian, los países se adaptan.
Me contó que Jean-Luc vivía solo y no recibía a nadie, que no le gustaba manejar, que odiaba los coches. Se rió. Que salía a las 7.30 a desayunar y a veces no volvía. Que un día sus hijos jugaban al fútbol en la calle y encontraron un erizo. Lo envolvieron. Justo salió J-L. Le pidieron que tuviera el erizo mientras ellos terminaban de jugar, y nunca olvidan que J-L les dijo lo que le dice a todo el mundo: NO. No, y además es mejor que lo vuelvan a la nature...
Jaime sonreía tiernamente e insistía: mis hijos nunca olvidan aquello del erizo, así es Jean-Luc. Invitó el vino y me acompañó rápido. No había Opel en el parking. Me dio la mano sonriente, me dijo que al día siguiente seguro nevaría y que ya abrirían las pistas de esquí. Au revoir et bonne chance. Ya era de noche. Bajé directo al Churchill: no estaba allí. Pedí un Four Roses, leí algo del diario y me fui para irme. Subí por el mismo lugar, por las dudas. Crucé y me asomé al parking: estaba el Opel chico, negro. Me metí y vi que estaba todo rayado de los dos costados. Fui hasta la casa. Se veía algo de luz, como de una lámpara y una TV. Golpeé la puerta del bow.
Recordé que Jaime me había dicho que no golpeara ahí porque no se escuchaba nada.
Recordé todos los datos previos: no usa mail, no tiene timbre, no responde al teléfono y no tiene contestador, no da entrevistas, la casa no tiene número. (Pero sí tenía, aunque no coincidía con los datos. Así como tampoco coincidían el color de la casa y la calle.)
Fui a la ventana de la cocina y golpeé el vidrio. En la oscuridad, se abrió la puerta blanca del frente. Salió Godard con un habano en la mano y los pelos parados y la barba crecida y una cara de extrañado como diciendo quién carajo golpea a esta hora. Me presenté. Me saqué el sombrero para saludarlo, le expliqué el motivo de mi visita no anunciada. Me dijo que lo disculpara, pero que no estaba free, but busy. Insistí con que venía de Argentina para hablar con él, que había estudiado cine con sus películas y sus libros, blá blá. Me escuchó atentamente y me dijo:
—Merci, merci, mais vous avez vu: les films sont important, pas les personnes...
Cambió el habano de mano, mantuvo el gesto extrañado escuchando paciente mi réplica, nos dimos la mano. Bien, bien.
Me fui exaltado, contento, contrariado, repitiendo Monsieur Jean-Luc je voudrais filmer avec vous y las posibles respuestas, todas negativas, por cuadras semioscuras. De noche, Rolle parecía otro pueblo. Me perdí sin darme cuenta y encontré el andén subiendo por un caminito entre piedras sobre un puente.
Hacía muchísimo frío. El tren llegó a horario, seguramente.
La luna estaba plena.