CULTURA
entrevista a césar gonzález

“La experiencia por sí misma no produce literatura”

Escritor, poeta, ensayista y director de cine, nació en el seno de una humilde familia en la villa Carlos Gardel (Morón), siendo el mayor de ocho hermanos. Tuvo una juventud difícil, donde se metió en las drogas y la delincuencia. Ingresó en reformatorios y en el año 2005, con 16 años de edad, se encontró primero en el Instituto de Menores Luis Agote y luego en la cárcel de Marcos Paz, entre otros institutos, purgando una condena como cómplice de un secuestro extorsivo. Acaba de publicar “Rengo yeta”, su segunda novela después de “El niño resentido”.

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González. “La algarabía delictiva me duró poco. Y es ahí, preso, baleado, pesando menos de 50 kilos, hecho un trapo de piso, cuando la escritura aparece”, dice el autor. | cedoc

De pibe chorro a poeta, cineasta y, desde hace un tiempo, escritor de un tipo de narración que se resiste a ser encasillado en ese género de “literaturas del yo”, aunque parta de sus propias vivencias para construir sus historias. “La experiencia por sí misma no produce literatura, lo fundamental para escribir es leer”, dice César González, nacido y criado en la villa Carlos Gardel –distrito bonaerense de El Palomar–, mientras ceba y convida un mate que acompaña la conversación que sostenemos en una tarde soleada en el departamento que, desde hace unos meses, habita en esa zona donde San Telmo se confunde con Constitución. Luego del éxito editorial de El niño resentido (2023), este año Reservoir Books publicó Rengo yeta, el tramo de sus memorias en donde cuenta cómo en 2005, con 16 años, termina detenido en un Instituto de menores luego de haber “zafado” de un intento de linchamiento y tras ser baleado por la policía. Las drogas, el robo, el intento de secuestro pesan sobre ese muchacho que, cuando mira para atrás, le parece la imagen de otra vida.

—¿Cómo fue tu acercamiento a la escritura?

—En la escuela primaria, pero no digo como todos lo hacemos, obvio, sino en un sentido más estricto, porque tengo el recuerdo de una profesora de séptimo grado que nos hizo leer Socorro, de Elsa Bornemann y, también, unos cuentos breves de terror. De tarea teníamos que hacer unas monografías sobre esos libros. Yo era bastante problemático en la escuela, lo que se dice un cachivache, pero a la vez muy participativo con lo que me gustaba. Al año siguiente, con otra profesora, leímos Los ojos del perro siberiano y Ensayo sobre la ceguera, e hicimos algunos ejercicios de escritura. Obviamente, que lo único que se me ocurría a mí era escribir sobre un pibe que iba a robar un banco, todo así, monotemático lo mío. Es que a los villeros nos meten en la cabeza que somos intelectualmente inferiores, que no nos da la cabeza, aunque no te lo digan de manera explícita, te lo dan a entender. Pero enseguida llega un quiebre en mi vida, porque a los 14 años empiezo a robar y me empiezo a drogar, cuando estaba en el último año de la escuela, en noveno grado en ese momento. Luego empiezo la secundaria, pero la abandono inmediatamente: la escritura, la escuela, todo queda muy rápidamente atrás, es todo muy vertiginoso. A los 16 ya estaba preso, baleado. Es ahí donde empieza la historia de Rengo yeta.

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—En el libro contás, por un lado, un vínculo con la lectura a través de un defensor que te presta libros y, por otro lado, una primera relación con la escritura a través de una serie de cartas que le escribís a una chica que te gusta. ¿Cómo fue ese proceso? ¿Cómo continuó?

—La algarabía delictiva me duró poco. Y es ahí, preso, baleado, pesando menos de 50 kilos, hecho un trapo de piso, cuando la escritura aparece nuevamente. Y me encuentro con ella cuando habían pasado ya demasiadas cosas en mi vida. Pero todavía no sentía que la escritura era un arma, una herramienta de lucha existencial, filosófica, política, eso pasa con mi encuentro con Patricio Montesano. Esto lo conté muchas veces, pero nunca está de más recordarlo, porque fue él quien me ayuda a convencerme de que escriba cosas que tengan que ver con lo que me estaba pasando en ese momento.

—En “Rengo yeta” hay algo muy hermoso que es el modo en que aparece una suerte de literatura oral: el relato de los presos dando cuenta de su pasado reciente en las calles…

—Sí, digo que una mentira bien contada pesa lo mismo o más que una verdad: la potencia de lo falso, de una mentira bien contada. Y la cárcel te da tiempo para fabular, o te daba, porque ahora con la presencia del celular se alienó mucho la cosa. Y el libro termina antes de ese encuentro con Patricio, que me trae a Roberto Arlt. Y ahí la fascinación, descubrir la potencia de su figura, el tipo que se jacta de que no había terminado tercer grado y se transforma en un tótem de la literatura argentina.

—Contás bien en tu libro que el título viene de que caés preso herido, rengo y ahí te dicen que: “en cana ser rengo es yeta” y que contra ese “estigma cruel” tuviste que luchar. Pero, ¿no hubo algo de influencia de Arlt, de su emblemático personaje del rengo de “El juguete rabioso”?

—¡Sabes que no! O debe haber sido inconsciente… Como tres personas me dijeron ya lo mismo. Lo que sí quería era un título lunfardo, y hubo una discusión con la editorial, por el hecho de que quizás no se entendía, que en otras provincias se dice de otro modo. Hay pocos títulos con lunfardo, no sé de dónde sale esa ley de que eso no va.

—Decías que ahí empezás con la escritura de poemas, que después publicás en varios libros, ¿no?

—Sí, empecé a escribir poemas, que Patricio me pasaba en la computadora. Tuve suerte de caer en un Instituto en Capital, en un momento en el que el viento de época era otro, el inverso al de hoy. Igual tenía muchas discusiones con profesores estando en cana, con esa idea de “el poder de la imaginación”, la fantasía. “Salgan de acá”, te decían. Pero yo les retrucaba: “salir de acá no puedo, tengo una condena que me la dieron en un tribunal, está escrita”. Está bien, leía Crónicas marcianas de Bradbury y me encantó, o El señor de los anillos, obvio, me transportaba un rato, pero seguía encerrado. Por eso digo que los poemas de La venganza del cordero atado tienen olor a celda, más allá de que muchos nos querían castrar esa parte. Hay mucha castración sobre el preso. Está bueno tener un taller en la cárcel, pero no que te quieran castrar.

—Por último, te quería preguntar respecto de tu proceso de escritura. ¿Cómo es la dinámica de escritura en la vida actual de César González?

—Para mí lo fundamental es leer. Necesito aclarar que yo no tenía pensado escribir sobre mi vida, aborrecía eso. Porque ciertos sectores militantes, progresistas, nos metieron eso en la cabeza de que si hablás sobre tu vida es una suerte de egoísmo. La experiencia por sí misma no produce literatura, lo fundamental para escribir es leer. Pero la lectura de muchos grandes autores me enseñó que la experiencia puede ser un punto de partida muy interesante para la literatura.