La enseñanza de Juan era el propio Juan, la simplicidad de su vida y de sus relaciones, la conciencia de sus límites y de sus conflictos, su ironía constante –que podía ser temible, y estoy autorizado a afirmarlo ya quLe algunas de mis pretensiones la sufrieron en carne propia– y la aceptación valerosa de su propio destino”, afirma con entrañable nostalgia Juan José Saer. A más de cuarenta años de su muerte, la poesía de Juan L. Ortiz es un legado potente e inagotable en la historia de la mejor poesía argentina.
La obra total de este entrerriano eminente abarca unas tres cuartas partes de un siglo tumultuoso, y su figura aparece adherida a una imagen brumosa, como una performance que trae a un señor flaquito, con boquilla de bambú y una letra mínima, y que legó a una generación un borde por donde hablar con profundo humanismo –hablar, poetizar– de cuestiones que el río lleva y trae y el paisaje acuna en sus ramajes.
La obra completa de Juan L. Ortiz (Puerto Ruiz, Entre Ríos, 1896 –Paraná, 1978) vuelve a ser editada, bajo la dirección del entusiasta crítico y narrador Sergio Delgado, y el impulso no menos entusiasta de los equipos editoriales de la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de Entre Ríos, ambas con un respaldo en trabajos de rescate. Esta vez, en esta nueva tirada de impecable factura, dos volúmenes reúnen la totalidad de la producción ortiziana: el primero, En el aura del sauce, contiene la totalidad de los libros éditos; el segundo, Hojillas, reúne textos dispersos, prosas, el “Protosauce”. En ambos tomos, se reunieron ensayos de alto valor conmemorativo y análisis enriquecedores de la experiencia que conlleva la lectura de esta caudalosa poesía.
Juanele –insistencia de una cercanía, que destierra el Laurentino– o Juan, como lo nombra Saer, pervive en la poesía argentina contemporánea, atado a un paisaje que todo el tiempo pide ser atravesado, en la lectura y la relectura, como sus ríos infinitos, en los ecos de esos versos antológicos que hablan de la experiencia: “Me atravesaba un río, me atravesaba un río…” Y ya hace tiempo, los lectores se suman de a cientos, cada vez más, alejados paulatinamente de toda mitificación. Porque ese mito en el que se constituyó para la generación del 60, que lo sostuvo en diversos abordajes (los acercamientos de Juana Bignozzi, Paco Urondo, junto a Saer y Hugo Gola, y más tarde Tamara Kamenszain, entre otros), abrieron un camino, que de alguna manera habilitó esa posibilidad de que hoy siga siendo noticia la edición –una nueva, más cómoda– de su Obra completa.
Hace tiempo que su figura está en lo más alto de la lírica rioplatense. En esa ardua competencia que tensa centro o periferia, porteños versus provincianos, la obra enorme que configura En el aura del sauce (un proyecto concebido por el mismo poeta años antes de su muerte) lo pone por encima de algunos poetas contemporáneos: por encima de Carlos Mastronardi (su llave de ingreso al mundillo literario porteño, gualeyos ambos, como Villanueva y Emma Barrandéguy); muy por encima de la poesía de zaguanes y cuchilleros de Jorge Luis Borges o la vanguardia doméstica de Girondo. En Ortiz, hay una pregunta por la lírica que lo lleva a otros territorios: no en diálogo con el modernismo aún vibrante en los años 20, sino con el simbolismo y los primeros movimientos de vanguardia poética –vía las experiencias francesas– que van a dar esa extraña mezcla que es su marca: aguas de ríos donde leer la biografía; paisaje abrazado a una experiencia vital. También, una atenta mirada sobre la realidad social, a la que adicionará el orientalismo, y las políticas de la amistad, que signarán su vida.
Desde los primeros poemas, practica con novedosa osadía cuestiones formales: una puntuación extraña, el uso de comillas en ciertas palabras, paréntesis, puntos suspensivos que –valga la redundancia– suspenden el sentido y nos devuelven a una zona luminosa de la lírica local. Nadie como Ortiz para extender en la página esos vasos comunicantes, esa inquietud que se vuelve interrogación a las posibilidades de la composición, y que constituyen su poética. Funda una tradición y regala una forma: el “poema río”. Escribe la poeta española Olvido García Valdés, en el texto Liminar que abre el volumen I: “Una sintaxis que hace estallar las costuras de la vieja poética y la transforma ante quien lee, con perfecta naturalidad, como quien no quiere la cosa, en una lengua nueva, no ya sin corsés, sino con la fluidez abierta de un devenir que sólo conoce el presente.”
Si fue beneficioso para Juanele no estar en el centro, no lo sabemos. Lo que sí podemos asegurar es que esa periferia desde donde erige su trabajo y también donde ancla su mito ha permitido que la obra total de un poeta inagotable siga pidiéndonos que lo leamos con cuidado, quedándonos en los silencios que esa suspensión le exige al poema. No alterar la siesta entrerriana, parece pedir su lectura, pero tampoco la noche con sus estelas hacia un nuevo amanecer. Estelas rosadas del río, dorados apabullantes, pequeñas ofrendas que el poeta toma y obsequia a sus lectores.
El joven poeta entrerriano Martín Roda (Paraná, 1995) da testimonio de la presencia de Ortiz en su vida y en su poesía: “Hay varios puntos en el Parque Urquiza donde alrededor todo es verde: los únicos edificios cercanos son tapados por los árboles, arriba en la barranca. El parque tiene más movimientos los domingos. A mí me gusta ir entre semana, cuando no hay demasiada gente. Son lugares donde el Paraná abre ante los ojos una paz vertiginosa, y donde Juan Laurentino solía pasar sus tardes con su mate y su voz, describiendo ese Aire absorto, encantado / de un sentimiento malva, que nos anuncia un más acá de las cosas, un vapor flotante de un sueño / que parece de flor y es de un lúcido pensamiento. Juan nos dejó una voz de agua. Cuando lo leía de chico, él me daba la sensación de ser el paisaje enunciándose en versos dibujados ¿Era Juan o era el río quien hablaba con ese lenguaje forjado a pipazos en la claridad fluvial de la siesta?”
Desde las ediciones anteriores, Sergio Delgado –como director del proyecto– propone una lectura unificadora, un solo libro, una totalidad, En el aura del sauce: El agua y la noche (1924-1932), El alba sube… (1933-1936), El ángel inclinado (1937), La rama hacia el este (1940), El álamo y el viento (1941-1946), El aire conmovido (1949), La mano infinita (1951), La brisa profunda (1954), El alma y las colinas (1956), De las raíces y del cielo (1958), El junco y la corriente (1970), El Gualeguay (1971), La orilla que se abisma (1971). Y si pudiéramos hacer un poema único, los títulos serían la llave para la obra total, piezas de un mismo y extenso poema. Leer cronológicamente, de libro a libro, engarzando aquellos versos como lianas desde donde atisbar el sentido total, y cada línea una pincelada. Como un collage interminable, subrayar versos que surquen las riberas ortizianas, plagadas de puntos suspensivos, interjecciones, vocativos amistosos, y las estaciones y el río inabarcable cada vez: “El mundo es un pensamiento/ realizado de la luz”; “Nada más que esta luz, otoño./ Nada más que esta luz”; “Fui al río, y lo sentía/ cerca de mí, enfrente de mí”; “Ah, esta tarde encendida, amigos, esta tarde,/ de un oro vegetal iluminada toda”; “La noche pálida tiembla con una inquietud secreta”; “Rosa y dorada/ la ribera./ La ribera rosa y dorada”; “Oh, esta soledad de luz y árboles y río…”; “…Y aquella luz era como un ángel”; “¿Dónde está mi corazón, al fin?”. Y así, entre infinitos cauces se inscribe su biografema. Como bien lo señala Delgado “un poeta como Juan L. Ortiz está siempre vivo. En su obra la muerte, en todo caso, es compromiso antes que duelo”.
En esta edición, nuevas miradas se aproximan a la obra de Juanele: el ensayo liminar en el volumen I de Olvido García Valdés, ya citado; además, la introducción al tomo II –Hojillas- de Marilyn Contardi y los ensayos de Edgardo Dobry, Agustín Alzari (también autor de un libro precioso y afín, La Internacional entrerriana), Fabián Zampini, Santiago Venturini; Miguel Ángel Petrecca y José Carlos Chiaramonte que se ocupan de la poesía china en Ortiz; y una cronología sustanciosa de Mario Nosotti. A estos textos se suman los que acompañaron ediciones anteriores (Mastronardi, Gola, Saer, Martín Prieto, D. G. Helder, María Teresa Gramuglio, entre otros).
En 2008, cuando un humo ácido como el que hoy cubre las islas del Paraná parecía que había desembarcado en Buenos Aires, se estrenaba en el Bafici La orilla que se abisma, de Gustavo Fontán. Un acercamiento a la poética de Ortiz, que incluía un homenaje a Juan José Gorasurreta y un archivo rescatado para mostrar a Juanele en movimiento, atravesando la arboleda cercana a la barranca de la ciudad de Paraná, en un documental fundamental, bajo una línea preciosa que es la definición de la poesía para Juanele: La intemperie sin fin. Sumado al oportuno homenaje de Marilyn Contardi, la película de Gustavo Fontán resulta un abordaje contemporáneo –el cine es lo inasible sin fin, podríamos decir– de una figura que, como en esas tomas de los 70, parece abrumarse, irse por los bordes de una barranca que, en cada reimpresión de su obra, se reactivará, la traerá a esta orilla abismada.
“No olvidéis que la poesía,/si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,/ cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin/ y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor…”
Orientes
Sergio Delgado
De regreso de su viaje a China, a Juan L. Ortiz le gustaba contar una anécdota: en los pasillos de un aeropuerto se cruzó con un chino que se le apareció, de pronto, como su doble perfecto. Eran tan parecidos que se detuvieron y se miraron con desconcierto unos minutos, sin decirse nada, y luego cada un continuó su camino. La mencioné en 1996 en el prólogo de la Obra completa, formando parte, en cierto modo, de las dos o tres ideas principales de aquella edición. Me preguntaba –me lo pregunto todavía– qué importancia tiene en esta poesía el problema del “otro”, de lo otro que se distingue y al mismo tiempo se confunde con lo propio; el sentido que, en definitiva, tenía el “Oriente” para Ortiz.
Al regresar de China, entró en un silencio de más de diez años en el que dejó de publicar, pero en el que escribió textos fundamentales como El Gualeguay y La orilla que se abisma. Nos llevó mucho tiempo comprender ese silencio y fue necesario el trabajo de mucha gente. Ahora puede verse, por ejemplo, el alcance, en la obra de traducción del poeta, de la figura de los “tres orientes” con que explora, con magnífica ironía, una vieja organización eurocentrista del mundo: próximo, medio y extremo oriente. Traduce así poetas de todos los horizontes, no con la intención de producir un efecto de cosmopolitismo, sino para explorar, en la diferencia, su propia condición provincial. Para un poeta como Juan L. Ortiz, la poesía aparece siempre en los márgenes, allí donde hay al mismo tiempo soledad y resistencia. Interroga también ese límite propio de su Entre Ríos, la condición de esa Banda Oriental con la que definió su territorio, que pesa como enigma, todavía, sobre nuestra cartografía litoral. Para Ortiz esa banda no es ni provincial ni nacional ni internacional: se recorta sobre la cuenca íntima de su río Gualeguay.
Creo que editar a un escritor es, sobre todo, un acto de lectura. Inevitablemente el editor impone una idea sobre el texto, por acción o por omisión. Sería deseable por supuesto lo primero. Creo por otra parte que hay que inventar en nuestro medio la posibilidad de la reedición, de revisar, corregir y ampliar algo hecho, desplegando al menos la idea –para muchos inconcebible– de que ninguna escritura es sagrada y de que ninguna obra se completa o se termina alguna vez para siempre. Sostener en cambio que un texto se enriquece con el aporte de lectores y editores debería ser la base de toda política editorial.
En esta segunda edición se confirma, se corrige y se amplía entonces el texto de la obra, descubriéndose nuevas perspectivas. Se la vuelve a leer. Se la organiza de otra manera. Y cobra de pronto relieve la forma de esa ribera “rosa y dorada” que presenta un poema muy breve del libro El álamo y el viento. Con estos colores el poema dibuja una flor, pero también la orilla que separa, en el árbol, el verde y el cielo. En definitiva, en el cruce entre el panorama y la miniatura, la mirada busca en la flor aérea la medida de un Oriente propio.
Fragmentos del diario de filmación (inédito)
28 de agosto de 2005
La predisposición de Ortiz a descubrir en el paisaje, según sus propias palabras, “todas las dimensiones de lo que lo trasciende, o de lo que diríamos así, lo abisma”, esa predisposición digo, ¿no nos da todas las claves? Y sigue: “se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno para hacer sentir la verdad viviente”. (…)
17 de septiembre de 2005
Con Luis y Pablo visitamos a Evar, que vive en la casa que fue de su padre, Juan L., en Paraná. Aunque se muestra predispuesto, nos provoca sentimientos confusos. Como si hubiera un nudo, una relación padre-hijo cargada de tensiones misteriosas. “Mi padre nunca me tuteó, siempre me trató de usted”, y a las palabras le sigue un silencio difícil de descifrar. Después se emociona, creo, porque todas sus emociones son casi siempre inexpresivas, cuando se recuerda junto a su padre y a Mastronardi en una canoa rescatando a los gatos trepados a los árboles después de una inundación.
Evar nos muestra también dos acuarelas pintadas por Juanele. Dos paisajes: las formas sugeridas por el color tienen los contornos imprecisos; árboles, río, orilla. Son terrenales y aéreos a la vez. Algo doloroso: El cuarto de esa casa de Paraná donde Juanele trabajaba, pensaba, recibía a sus amigos, ese cuarto, el espacio de Ortiz, es ahora el garaje de la casa.
18 de septiembre de 2005
Hacemos con Luis una jornada exploratoria. Vamos con una cámara de video a grabar algunas imágenes. Le propongo investigar sobre el fuera de foco. Lo intentamos con cosas más cercanas y con otras más lejanas. ¿En qué momento uno dejará de ver fuera de foco y se empezará a construir otro modo de mirar: formas aéreas, colores, movimientos? ¿Es el camino hacia la abstracción? De pronto, Luis se inquieta al ver algo en su cámara: un hombre, una forma fantasmal, camina entre los árboles. Flota, deambula, es un hombre y no lo es, son árboles y no lo son. Un nuevo paisaje. (…)
27 de abril de 2006
En Paraná. Vamos a grabar las orillas y los espinillos. Los verdes que empiezan a declinar. El movimiento del agua. Abel se interna en el río, en el campo, entre los juncos. Graba sonidos que no los pensamos como tomas de sonido directo sino como un reservorio de materiales para trabajar después con libertad. Los sonidos de ese paisaje y no de otro. En el monte graba a los árboles que hablan. Abel se emociona con los matices.
“¿Qué música, ahora, es la que nos rodea y nos va penetrando silenciosamente?”, (Ortiz).