Calificación: Mala
Sesenta y cinco años cumple la bestia atómica. Godzilla. El santo y seña de ese subgénero del cine catástrofe, mal llamado “kaiju”, denominación que reciben las criaturas colosales que usan nuestras ciudades de felpudo. Nacido en 1954 como una franquicia con traje de caucho y maquetas listas para destruir, Godzilla fue popular, berreta y leyenda, y reciclado para occidente en 1998 gracias a Roland Emerich, y también reciclado en ambos hemisferios hace algunos años en este formateo desesperado por ser el bien más preciado por el entretenimiento masivo: la franquicia.
En el medio de todos esos años, Godzilla se convirtió en la criatura gigante por naturaleza y definición, el monstruo genérico y la base de todos los monstruos que quieran destruir, cuidar y/o caminar sin cuidado allá donde está esa hormiga llamada civilización. Dios, traje de Halloween, muñeco de acción, excusa para mostrar la burocracia (en una de sus últimas versiones japonesas), estatua, dibujo animado y lo que gusten: Godzilla sigue pisando. Pero el problema es el siguiente: Hollywood no sabe qué hacer con Godzilla, su género, sus hermanos bestiales. Ya lo había demostrado en 2014, cuando Hollywood regeneró la franquicia para occidente.
¿En qué se tropezaba aquí y allá? En no lograr condensar ambos instintos: celebrar a la bestia al mismo tiempo que se genera una megapelícula, una coproducción que quiere dejar a todos contentos, y que usa nombres ABC1. Entonces, el pecado radica en no poder jugar con Godzilla, más complicado de plantar en una ficción que busca, a su manera, ser realista con la geopolítica y destrucción masiva. Aquí, monstruos desfilan, mezclados con una idea de asombro que se agota por los cordones desatados de un guión que necesita generar explicaciones, resoluciones y que no puede contener nada de lo que sucede, o al menos sentarse, descorchar y disfrutar el sinsentido animado.