La sensible poetisa Alejandra Pizarnik creía que había que contemplar una piedra hasta aniquilarse los ojos. Ese orden de creencia, que supone la fusión del productor con su objeto, resulta para algunos una forma ingenua de ver las cosas. ¿Acaso conoce menos un general de las artes de la guerra porque ocupa un lugar distante del centro de la batalla? Simplemente, su posición supone un saber más amplio y –quizás– abstracto que el del soldado. (Nota para un esbozo de teoría: Alemania perdió la Segunda Guerra Mundial porque Hitler era demasiado cabo).
En la contemporaneidad, al menos, importa menos el asunto que los procedimientos para llevarlo a cabo. Quien sepa de ajedrez, puede admirar la manera en que los maestros disponen las piezas de sus rígidos combates. Al modo de obrar se llama estilo, y el estilo –en las guerras, en las artes y en los deportes de competencia– no es sólo la manera de trabajar las fuerzas propias sino de disponerlas para anticipar, anular y vencer las fuerzas del adversario.
Los gerentes y directores de programación de los canales son los maestros mediáticos de pensar la realidad como pantalla, y su pantalla como dispositivo. Nada separa a estos sujetos –salvo el dinero– de vivir su vida como un destino de artistas: la programación es su campo de batalla, cada programa en particular, parte de una pieza a articular en el todo que se emite en su canal, y el otro es el rival a enfrentar: el resultado lo mide la facturación y el rating, pero el goce del combate no se explica por la ganancia sino por el ejercicio del poder, la habilidad, y, eventualmente, la sutileza para ejercer esas combinatorias.
La televisión argentina ha llegado a ese punto de madurez estética. Aniquilada la ilusión ingenua de vincularse con cada fenómeno (cada programa en particular) de manera “realista”, aquello de lo que el espectador cultivado disfrutará es de la maestría con la que sus grandes programadores –léase Suar y Villarruel– mueven las fichas de su guerra.