Cuando su mujer lo persiguió a través del jardín empuñando un palo de golf, Tiger Woods todavía no sabía que en cinco minutos estrellaría su Cadillac contra un árbol y su carrera de golfista contra la opinión pública. Cuando sus infidelidades se transformaron en la comidilla de los medios, el número uno del golf decidió retirarse por un tiempo de la actividad deportiva. Por estos días y a causa de sus conflictos de alcoba, Woods ya perdió a algunos de sus principales sponsors.
La consultora Accenture declaró que le retiraba su apoyo y Gatorade, Gillette y AT&T, anunciaron que limitarán las apariciones del ídolo en sus campañas. El único patrocinador que parece dispuesto a apoyarlo contra viento y marea es Nike, una decisión que sólo el tiempo dirá si resulta o no acertada.
Se calcula que Woods facturaba alrededor de 100 millones de dólares al año por sus acuerdos comerciales. Cifra similar a la que perciben muchos otros deportistas de su nivel y que, en algunos casos, supera a las ganancias de sus contratos deportivos.
El “affaire Woods”, como hace años las diversas adicciones de Kate Moss, Britney Spears y Michael Jackson, pone sobre el tapete una de las grandes cuestiones del mundo del marketing: ¿ayudan realmente las celebrities a vender mejor un producto o son parte de una ecuación inestable que no siempre arroja los mejores beneficios?