ESPECTACULOS
Norman Briski

Norman Briski: “El buen arte puede estar en una servilleta”

El actor y director lleva adelante tres espectáculos: Maxidonio, Sexágono y Piedra libre. Reflexiona sobre el teatro, la política y los genocidios contra el pueblo palestino y el pueblo mapuche. Sigue contando desde una forma personal, como lo hace desde hace muchas décadas.

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Mito. Figura insoslayable del cine y el teatro argentino, Briski reafirma con cada proyecto su lugar como una de las voces más lúcidas y persistentes de la escena nacional. | GZA. FOTOS GZA. CARO ALFONSO

Se va cerrando 2025, pero Norman Briski sigue con sus proyectos teatrales, dentro de su propia sala, Cáliban, en México 1428. Por un lado, dirige la obra Maxidonio. El puchero misterioso, de Vicente Muleiro, con cinco intérpretes en escena, que traen parte de textos y vida del escritor Macedonio Fernández. Por otro lado, dirige también la obra escrita por él mismo, Sexágono, donde actúan Nicolás Litvinoff y Delfina Viano. Asimismo, hace Piedra libre, donde, también con texto y puesta en escena, expone su defensa de un Estado palestino. Inquieto y punzante, como siempre y también ahora a sus 87 años, defiende con contundencia sus puntos de vista sobre la literatura, sobre nuestro país y sobre conflictos mundiales.

—¿Por qué te interesó hacer una obra sobre Macedonio Fernández?

—En la sociedad argentina creemos omnipotentemente que faltaría un poco de creación, de invención, de humor. Pero Macedonio es el ejemplo de eso: de lo inaudito, de lo ridículo y también ha sido desconocido si no fuera por Borges, que sí entendió que Macedonio transformaba la realidad, con el descaro en el uso de la palabra. Macedonio tiene una latencia en el campo de la literatura y de la cultura sutil.

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—¿En qué medida esta obra, sobre un autor inaudito, tendría algo de inaudito también?

—Tomamos a Macedonio como promotor de nuevas formas, de novedades estéticas. Eso entusiasmó a Borges porque, la literatura de ese tiempo tenía sus corrientes y su semiología muy exclusiva y de carácter europea. Macedonio se diferencia a partir de sus exabruptos y maneras difíciles de entrar en aquel mercado. Hacemos una revisión sobre Macedonio, lo cual implica una abreviación, una exigencia para no tardar en ver las intensidades de la dramaturgia. A velocidad de las escenas, los actores con capacidades abreviantes logran que esta apuesta tenga la gracia como la de una especie de catarata de aparente información.

—¿Cómo es Sexágono?

—Sexágono es todo lo contrario. Es una crónica una historia de amor postmoderna. Denuncia el sistema productivo y qué es lo que hacen con nosotros las pantallas y las velocidades sin sentido. Maxidonio trae un tema para reflexionar. Sexágono permite reconocernos en las nuevas enfermedades, alienaciones y prejuicios. También denuncia la falta de afecto transferida a las máquinas. Es una historia casi rescatada de escenas de mi cotidianeidad y de la de los actores, sobre cómo se vacía lo solidario, la consistencia de los afectos, sobre la carencia de los vínculos.

—¿Cómo construiste Piedra libre?

—Es una obra basada en relatos de compañeros palestinos, sobre lo que significa el genocidio en Medio Oriente y mi defensa de la idea de un estado palestino. No se trata de ninguna vanguardia sino de [un personaje] que es un hijo de esa tierra, que ve hecha un desierto, y ve a sus hijos, hermanos, padres, niños en el peor momento de su enorme lucha. Sin embargo, eso hoy para muchos es el acto de la dignificación de este dolido planeta.

—¿En el pasado y/o presente de nuestro país, has visto la tierra metafóricamente convertida en desierto?

—Habría que hablar del pueblo mapuche que es acosado permanentemente por el Estado argentino desde Roca en adelante y sufre como sufre el pueblo palestino con otras formas más hipócritas; se los atropella como que no son argentinos y que deben desaparecer. No es una comparación con el mismo paisaje, pero la ignominia no es una propiedad exclusiva de los israelitas, sino que hoy con el pueblo mapuche se está cometiendo un grave genocidio sistemático. Persisten las formas de nuestro país en relación a su ser colonia. Hoy, con la complicidad civil, como fue en la dictadura militar. Más allá de los nombres de los protagonistas, la complicidad civil quiso matarnos y logró la desaparición de los 30.000. Hoy en pocas semanas, la Argentina se convierte en una neocolonia, un pueblo en dependencia económica y cultural. “Por fin”, diría alguien, “podemos ser norteamericanos”: esa es la subjetividad de un sector de nuestra sociedad, que está encantado de tener los colores de las películas norteamericanas.

—Frente a este diagnóstico, hay quienes sienten tristeza; otras personas, indignación. ¿Hay alternativas a esas reacciones?

—El poder adquisitivo está en el lado de la tristeza o depresión, cosa que daría mucho trabajo a los lacanianos. Si sacamos a la clase de quienes tenemos el lujo de la tristeza, deberíamos pasar por lo menos a la bronca: una aspiración insurreccional peligrosa. Yo soy socialista. Pienso en un socialismo nacional. Sí, zurdo. En el pasado inmediato, hay buenos héroes, buenos pueblos, buenas movilizaciones y buenos reclamos. No estamos en el cementerio llorando por la vida, sino que estamos en la vida para tener la posibilidad de ser poeta y buscar las formas en el buen arte, que puede estar en una servilleta.

—¿Quiénes son los héroes en los que estás pensando?

—Estoy mirando al Che, sin dudas. También tengo acá en la farmacia un tipo que me parece un héroe cuando dice: “Tomate mejor esto, que no te hace doler la panza”. Hay una microheroicidad. Hay muchas maneras de ser héroes, como cuando me reúno, como esta mañana, con gente que no tiene ningún otro interés que el de jugar con un material teatral, sin interés económico, sin posibilidad de rentabilidad. La clave de ser actor es una clave heroica. Soy un héroe ficticio, pero estoy en un hecho heroico. Son muchos los jóvenes que vienen a ensayar. Con eso me reconforto, me enamoro y tomo el colectivo.

—¿Viajás en colectivo?

—Sí, todo el tiempo. Sobre todo, el 102.

—¿La gente te reconoce, te saluda, después de la larguísima y popular trayectoria que has tenido?

—La gente llamada humilde o con menos capacidad de consumo (ya consumir el colectivo no es una pavada), la que tiene el poder adquisitivo de no llegar a fin de mes, es más cauta. A medida que te metés en la calle Santa Fe, ya te empiezan a pedir fotos y autógrafos. Pero si vas a la escuela donde van mis hijas, en la calle Rocha, ahí nunca me vinieron a decir: “Hola, yo te vi en la televisión”. Son cautos y finos. No quieren molestar.

—¿La “aspiración insurreccional” a la que te referías antes, la revolución, digamos, es cosa vigente o cosa de museo?

—Las de los museos son las cosas que más duran. Hay muchas cosas en los museos. ¿Dónde están Rosa Luxemburgo, Macedonio, Homero Manzi, Discépolo? Hay quienes dicen: “Vos sos un vintage”. Y probablemente lo soy, porque tengo muchos años ya y he visto muchas cosas. Pero no los tengo en el museo. Son mis fantasmas y unos me tocan el hombro. Si estás alienado, no vas al museo, sino que vas a cualquier pantalla. El que crea que vamos a vivir en el consumo… cada día que pasa la guerra, que mire a dónde se va el mercado, que es nuestro nuevo dios. Hoy la gente, como una desviación de su sexualidad, de su interés en el misterio, está mucho en la góndola. Pero ese se pasará como pasaron muchas novedades: la radio, el teléfono. Como diría un poeta que no podía caminar: “Mirá cómo pasan las nubes”. Yo pude vivir, en algún momento, la potencia de la insurrección. La insurrección es una característica de nuestro país; pocos países han tenido la característica insurreccional que tuvo la Argentina. La insurrección no se mide sino por lo imprevisible y por discontinuidades: no se puede calcular.

—¿Qué lugar ocupa el teatro en todo esto que sucede hoy en día?

—El teatro es un juego un juego infantil muy lindo y divino, porque es muy difícil de atrapar en su complejidad y capacidad de sorprendernos. El enemigo del teatro es su explicación.