Me quedo pensando en una escena que Michel Foucault recupera en Vigilar y castigar.
En 1757, Robert-François Damiens fue condenado a un suplicio público tan brutal como pedagógico: tenazas ardientes, aceite hirviendo, desmembramiento y fuego. A través de ese cuerpo destruido, el rey hacía visible su soberanía absoluta.
Damiens fue la última gran víctima sobre la cual el poder monárquico podía descargarse por completo; después de él, ese tipo de castigo se volvió impracticable y el poder ya no encontró un cuerpo único donde asentarse.
Se me ocurre que esa figura sirve para pensar otro proceso. Cuando la modernidad derriba la monarquía, el poder no desaparece: se dispersa. Como las cenizas de Damiens, la soberanía se reparte en instituciones, reglamentos, cárceles, tribunales, ministerios, escuelas y hospitales. El Estado moderno nace así, no como un cuerpo indiviso sino como una red profunda e impersonal. Ese poder más distribuido, más administrativo, es también más difícil de localizar y, por eso mismo, más penetrante.
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En las últimas décadas, sin embargo, escucho una insistencia creciente en la necesidad de "achicar el Estado", "sacarlo de encima", "dejar actuar al mercado". Esa retórica, repetida desde Thatcher y Reagan hasta Menem, Macri, Bolsonaro o Milei, sugiere que el poder estatal retrocede. Pero cuando observo la historia concreta, me pregunto si no ocurre exactamente lo contrario. Opino que el neoliberalismo no reduce el poder del Estado: lo reorganiza. Lo achica en lo social para concentrarlo en lo económico y en lo coercitivo.
Cuando se mira con atención, la secuencia es bastante clara. Mientras se recortan funciones protectoras y se desfinancia lo público, el Ejecutivo gana un margen mayor de decisión y los vínculos con grandes actores privados se vuelven más estrechos. Mientras se debilita la inversión en educación, salud, ciencia o cultura, se fortalecen los dispositivos de control, las capacidades policiales, la vigilancia y la autoridad penal.
El Estado parece retirarse, pero lo hace solo en aquellas áreas donde su presencia garantizaba protección. En las áreas donde se juega la disciplina, la seguridad o la regulación económica, su presencia no disminuye: aumenta. Por eso, cuando escucho que se propone "achicar el Estado", digo qué parte del Estado se está achicando y en favor de quién. Porque mientras se desmembran estructuras sociales, se refuerza el núcleo decisorio que permanece en pie. Lo que se retira es la protección; lo que se concentra es la autoridad. Lo que desaparece es lo común; lo que se incrementa es el control.
Quizás el neoliberalismo no busca un Estado más débil, sino uno distinto: uno que se aleja de la idea de bienestar colectivo, pero que no renuncia a disciplinar; uno que abandona la responsabilidad social, pero que se incrusta en la economía; uno que desarma la protección pública, pero no la capacidad de castigo.
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Este movimiento tiene efectos precisos sobre la vida de las personas. Cuando el Estado se retira de lo social, cada individuo queda obligado a autogestionar su propia precariedad. El fracaso se interpreta como mérito insuficiente, la desigualdad como resultado natural de la competencia, la desprotección como condición inevitable. Y uno se pregunta si no es éste el disciplinamiento más eficaz: en lugar de imponer obediencia, se producen sujetos obedientes que aceptan la pérdida de derechos como un destino casi lógico.
En este punto, es donde tomo la metáfora de Damiens. El neoliberalismo trata al Estado social un poco como el monarca trató al cuerpo del condenado: lo expone mientras lo destruye. Lo desarma públicamente para demostrar que puede hacerlo. Y en ese mismo gesto reconstruye un centro de poder que no se retira, sino que se concentra. Descuartiza hacia abajo para recomponer hacia arriba.
Frente a este panorama, me pregunto qué tarea le queda a una democracia que busca sobrevivir. La cuestión es entender cómo se reorganiza el poder cuando se invoca su reducción.
El riesgo no es solo que haya menos Estado; el riesgo es no ver dónde se acumula lo que queda. La retórica de la reducción opera como un velo: detrás del velo, el poder se reagrupa. Detrás del eslogan, el cuerpo se recompone, pero no en favor de la ciudadanía, sino de quienes pueden influir en esa recomposición.