Gabriela Massuh nació en Tucumán. Es licenciada en letras en la Universidad de Buenos Aires y doctora en filología en la Universidad de Erlangen-Nürnberg. Fue docente universitaria, periodista en temas de cultura y traductora. Dirigió el departamento de cultura del Instituto Goethe de Buenos Aires durante más de dos décadas. Fundadora y directora de la editorial Mardulce.
Entre sus libros publicados se encuentran las novelas “La omisión” (2012); “Desmonte” (2015); “La intemperie” (2018); y “Degüello” (2019); el ensayo de investigación: “El robo de Buenos Aires” (2014); y “Nací para ser breve. María Elena Walsh: el arte, la pasión, la historia, el amor”, editorial Sudamericana. Buenos Aires, 2017, el libro que voy a comentar.
La idea de “Nací para ser breve” surgió en 1981, cuando a María Elena Walsh se le declaró un cáncer de huesos, y tuvo que internarse durante meses en una clínica.
Para mitigar las interminables horas de la clínica, Gabriela Massuh le propuso a María Elena hacerle una serie de entrevistas para que contara su vida, las que se llevaron a cabo de lunes a viernes por las tardes durante varios meses de 1981 y 1982.
El libro empieza cuando Gabriela recibe la noticia de la muerte de María Elena en enero de 2011, mientras se hallaba en una quinta en la localidad bonaerense de Loma Verde.
El placer de leer, siempre (octava entrega)
Se narran, al menos, dos vidas: la de María Elena Walsh, la entrevistada, y la de Gabriela Massuh, la entrevistadora, a través de un diálogo que manifiesta la relación amorosa que las vinculó, a la que se refieren con suma delicadeza.
Massuh pregunta para estar cerca de la persona querida, porque es una artista popular y talentosa, y quiere entenderla, puesto que sus respuestas pueden aportarle claridad al sentido de su propia vida.
Entre ideas y recuerdos aparecen los gatos, las cartas, la lectura, los amigos, los libros, la infancia, la adolescencia, el golpe de estado de 1943, la Escuela de Bellas Artes, los primeros amores, el entierro de Evita, la complejidad cultural y social del peronismo, el mundo intelectual porteño, la condena a la dictadura militar del general Videla, los cabarets de París en los que cantaba junto a Leda Valladares, el valor de la raíz popular en el arte, la conmovedora relación con Sara Facio, destacada fotógrafa, el gran amor de María Elena hasta su muerte… un amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta compañía.
El secreto mejor guardado de la literatura argentina
“Esta vez no era una alucinación. Pura y desolada verdad: lo confirmó la voz atribulada de Sara Facio. Le pregunté si podía ir a verla y me respondió que estaría en casa y me esperaba.
(…)
Durante el trayecto me asaltaban imágenes que había perdido, regresaban con la fuerza de un vendaval. La fuerza centrífuga del recuerdo involuntario. María Elena bronceada, en una casa de Martínez, con el pelo casi blanco de sol y los ojos increíblemente azules mirando a la amorosa cámara de Sara; María Elena feliz, caminando sin bastones en el agua de una pileta transparente; María Elena sentada bajo la sombra de los árboles de una quinta que teníamos en Parque Leloir observando a las calandrias con largavistas: chicas, vengan que se abre el comedor; María Elena acostada sobre una camilla de ambulancia que la llevaba a hacer su tratamiento de rayos con un aparato llamado temiblemente “acelerador lineal”; María Elena en el museo de San Antonio de Areco haciéndome gozar de los cuadros de Figari; María Elena en medio del ocre de las hojas de aquel mismo otoño de Areco; María Elena en su escritorio, recostada sobre una cama camera apenas cubierta por una manta de telar mientras yo apretaba la tecla play de un grabador; María Elena en el Munich de la Recoleta intentando protegerse con gesto adusto y poca paciencia de la euforia de unas madres que insistían en acercarle a sus desconcertados niños; María Elena en los alrededores de París, sentada sobre el asiento del acompañante del auto que yo conducía; María Elena imitando los desopilantes espasmos de Silvina Ocampo en el teléfono; María Elena una noche conmocionada por She de Aznavour; leyendo por las mañanas en su amplísimo departamento; pelando minuciosamente una mandarina hasta que quedaba limpia de hollejos susurrando par delicatesse j’ai perdue ma vie; espiando mis zapatillas debajo de mi cama sin decir nada; en la Feria del Libro firmando ejemplares ante colas kilométricas de párvulos que le alargaban sus libros; reclinándose para besarlos; desplazándose con bastones canadienses sobre el escenario de un teatro repleto para saludar al público que la ovacionaba de pie en un recital que Susana Rinaldi y María Herminia Avellaneda le habían dedicado a sus canciones. Y su voz, esa voz cantarina, preguntándome dónde había estado, tanto tiempo, cuándo te venís a comer milanesas, nena, vamos a dar un paseíto.
(…)
Sara abrió la puerta, seguramente había previsto mi vacilación. Me sorprendí, estaba sola. Se la veía atribulada, pero íntegra, a la altura de las circunstancias, como siempre. Parecía querer guardar para sí los primeros momentos ausentes de la compañera de la vida. Le agradezco infinitamente que me dejara compartirlos. Nos sentamos muy cerca una de la otra. La tarde anterior le habían recomendado que volviera a su casa porque María Elena parecía estar mejor, que seguramente podría salir de la descompensación. No la había acompañado esa última noche. Lo dijo ocultando la pena que le producía esa involuntaria omisión. La eterna delicadeza de los muertos con sus seres queridos: esperan que la persona amada se aleje antes de irse para siempre.
En aquella charla hecha de fragmentos hubo mucho silencio. También complicidad. Ninguna de las dos se atrevía a hablar de sentimientos, menos Sara, que durante todo el proceso de la enfermedad de María Elena, de su recuperación y después, mostró una entereza poco común entre nosotros, pobres mortales, Sara, el gran amor de María Elena… ese amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta compañía…
* Ángel Cabaña. Profesor y Licenciado en Historia.