En un mundo en que afloran sentimientos cruzados capturados por la incerteza y la agonía sórdida del temor reinante palpable desde 2020, afincada en la ausencia de soberanías al interno de cada país, se encontró en la Copa del Mundo una reacción inusitada en el ciudadano de a pie.
Mucho se ha dicho en torno a problemáticas globales que requieren soluciones globales. En ese afán se deshuesó la Patria. En ese afán se desnudó el sentido de pertenencia. Las idiosincrasias locales entraron en el desuetudo, entraron en el demodé. Como una eterna rueda giratoria de la fortuna en la que pareciera nos subieron a todos, nadie nos dijo que jamás seríamos los premiados con la sortija, nadie nos contó que en esa calesita infame el boleto estaba picado.
Abrochados con los cinturones bien fuerte donde el ombligo se pega a la pared de la columna, haciendo ejercicios militares cual colimba impuesta, nos dijeron cómo pensar, qué pensar y cuándo pensar.
Reglas, reglas y más reglas. Normas internacionales, estándares globalistas que esconden lineamientos más que alejados de los corazones de la gente. Lo triste de esta gran obra de teatro donde la población ni siquiera audicionó para elegir subir al escenario fueron las etiquetas que proliferaron en las frentes obedientes: “Actor de reparto”.
Hipócritas los que abrazan lemas de cuidado de lo colectivo cuando abandonaron la Patria. Hipócritas quienes se pavonearon con logros de obediencia debida a los mandatos foráneos. Necios aquellos que siguieron y recitaron epopeyas cual Eneida de Virgilio. La labor del poeta romano bajo encargo del emperador Augusto buscó glorificar el Imperio signándole un origen mítico.
Ya lo decía Maquiavelo, la guerra como instrumento político esencial para el ascenso y consolidación del poder en la figura del príncipe, el Estado moderno de hoy. La categoría de guerra, más que material, es simbólica. Se construye al enemigo para encolumnar al pueblo contra el adversario. Se gesta una revolución donde se traza una línea: hacia aquí quienes unen, hacia allá quienes desparraman. Encolumnar a la población pareciese una tarea sencilla pero no lo es. Algo por encima de la media incapaz de ser resuelto por la política convencional colaboró con el nacimiento de lo transnacional. Hoy el eje está dado por ese sinnúmero de batallas inculcadas que se libran “afuera” y pasaron cual fronteras porosas “hacia adentro” de un país.
En Maquiavelo la guerra, en Foucault la peste; resortes brillantes para un político. Los días pasaron desde la defunción de la política, que debería bregar por los intereses nacionales, y la gente ya se percató.
Un alto en el calendario de los sinsabores e incomprensiones compartidas se abrió paso a los pelotazos. El Mundial 2022 sorprendió con aristas múltiples.
El yugo de llevar 36 años sin la Copa del Mundo, desde 1986, tres veces subcampeón (1930, 1990 y 2014) a la puerta de llegar; un país con indicadores sociales y económicos por el piso; un escenario internacional que colocó de rodillas a la Patria, desataron la euforia contenida por el festejo tan anhelado donde la unidad nacional se vistió de fiesta.
Cuando la agenda globalista se jacta por flamear banderas de integración donde piano a piano diezman soberanías políticas y económicas, donde “el ser nacional” es un problema para la implantación de sus agendas, el acompañamiento y la pasión que despertó esta selección nacional encontró un país unido, una Argentina que está dispuesta a salir a la cancha, que va por todo. El mismísimo DT de Francia, Didier Deschamps, intentó sacudir a la selección francesa en el vestuario al momento del entretiempo enfatizando que la diferencia entre ellos (Argentina) y nosotros (Francia) es que ellos están jugando la final del mundo, nosotros no.
No entraron a la cancha 26 jugadores, entraron 47 millones de argentinos. La apelación a la bandera, el orgullo de llevar la celeste y blanca, el corazón bien inflado en el pecho, la Patria a flor de piel desarmaron convenciones. Otros jamás lo entenderán. El DT de Francia, a los gritos para buscar la reacción de sus jugadores. El DT de España, Luis Enrique, consideró a la hinchada argentina como la mejor del mundo.
Ser argentino no se puede explicar con palabras. Ser argentino no es una nacionalidad en un pasaporte. Ser argentino es una pasión. Es un sentimiento.
Puede que la política haya querido capitalizar ese sentir inexplicable que embargó a todo un país eufórico en las calles. Nuestros jugadores, o sea los 47 millones de argentinos, quisimos estar con el ciudadano de a pie.
Flota en el aire la política carente de sentido. La moraleja más grande: sí podemos. Podemos estar unidos. Podemos identificar bienes superiores para zanjar diferencias e ir tras ellos. Podemos todos nosotros, los jugadores de este Mundial, salir a la cancha de nuestras vidas y levantar la bandera bien alto, pese lo que les pese a los de afuera. Francia, España y tantos otros no lo van a entender. Somos así. Somos argentinos.
*Abogada, politóloga y socióloga (UBA) (@GretelLedo).