No vamos a ser originales ante un escándalo más. El Congreso es una institución que en democracia tiene que dejar ver esos conflictos y hasta los potenciales escándalos. Es el lugar donde se llevan acabo institucionalmente las expresiones de las diversidades de intereses sectoriales, al grado máximo tolerable y posible, sin que nos encontremos con hechos directos de fuerza o violencia. Pero…
Pero sí, una vez más nos encontramos ante un escenario de barvariedad (Doxarquía, 2017), que alguna vez ya lo hemos hecho notar en donde lo que hacemos es utilizar herramientas de la historia, la sociología y las ciencias políticas para mediante un neologismo, reflexionado allá por el año 2010, aventuramos que nos encontramos con múltiples y diversos ejemplos de la barbarie expresada por aquellos que fueron educados, institucionalizados, formalizados, integrados, conectados, económicamente activos y en blanco, con red, con contactos, con algún grado de estabilidad económico financiera, o con los civilizados, diríamos aquí para simplificar y no por ello dejar de dar cuenta de tantos contrasentidos.
Las cuentas que no han de cobrarse
Y que además, por si fuera poco, en este caso cumplen el rol de representantes de las diferentes posiciones sociales y políticas de la nación.
Por eso, estamos ante un oxímoron en donde la "barvariedad" o barbarie de los civilizados nos permite ver cuánto de la impunidad caló hondo y corrompió valores y reglas generales de actuación social.
La barbarie del verano: la barvariedad de los civilizados
Por eso, el escándalo emerge con mayor gravedad: hoy la moral y buenas prácticas legislativas se ven puestas en crisis y se corre lo tolerable. ¿Hasta dónde pueden llegar las expresiones de los representantes tomadas o narradas por los periodistas parlamentarios de los medios tradicionales o mediante los propios teléfonos desde las bancas transmitiendo todo lo que ocurre en vivo desde el recinto, pero no en clave informativa, sino de escrache mediático? La respuesta por ahora es: no hay límites a la vista y los actos de indignación e intolerancia son las acciones de comunicación espejadas de las diversas representaciones políticas.
En definitiva, todo esto muestra que la responsabilidad institucional e individual se diluye cada vez más rápido y es cada vez más líquida sociológicamente hablando, y con ella también, todo vestigio de ciudadanía que ejerza valores de ejemplaridad, tolerancia y cuidado o aversión al riesgo, llevándonos a todos a un escenario de vida temerosa, con brutalidad (desde hace más de dos décadas) sin empatía y con apatía respecto al consenso pactado o contrato social que nos define como república democrática.
Sí el Congreso de la Nación es una caja de resonancia de la sociedad, la “barvariedad” nos lleva a pensar que la percepción y sensación generalizada sobre los sucesos recientes como vivenciar cada vez más un caja de cristal con disonancia y alta intolerancia que pueda ser difícil de controlar dentro y fuera del recinto.