Imaginemos una escena común, aunque poco visibilizada: un joven cena con sus amigos de la universidad. Mientras sus compañeros se quejan de sus jefes, de la búsqueda de su primer empleo o de los sueldos iniciales, él guarda silencio. Su angustia es distinta. Su "jefe" es su padre o su tía y su "búsqueda laboral" es un destino que parece escrito desde su nacimiento. Si se anima a compartir su preocupación —la presión de sostener el patrimonio familiar, el miedo a no estar a la altura del abuelo fundador—, es probable que reciba miradas de incomprensión o comentarios irónicos sobre "conseguirse un problema honesto". Así nace la primera gran barrera para la continuidad de la empresa familiar: la soledad.
El trabajador no es una mercancía
El éxito de una empresa familiar suele medirse en balances, expansión de mercado y rentabilidad. Sin embargo, las estadísticas sugieren que estamos midiendo mal la sostenibilidad a largo plazo. Se estima que en Argentina, el 70% de las empresas familiares no logra sobrevivir el paso a la tercera generación. A nivel global, la tasa de supervivencia es apenas del 12% para los nietos de los fundadores.
¿Por qué fracasan organizaciones económicamente sólidas? La respuesta rara vez está en el mercado; está en la mesa del domingo. La fragilidad de estas empresas reside en la falta de preparación emocional de las nuevas generaciones y en una comunicación familiar que, paradójicamente, se ha roto por intentar protegerse mutuamente.
La paradoja de la protección: "No quiero que sufras lo que yo sufrí"
Para entender la desconexión actual entre los jóvenes y las empresas de sus familias, debemos mirar a la generación anterior. Muchos fundadores y líderes actuales de segunda generación vivieron su incorporación a la empresa bajo el paradigma del mandato estricto. Entraron a trabajar muy jóvenes, muchas veces por obligación ante la muerte repentina de un padre o por una cultura donde decir "no" era traición.

Esos líderes, al convertirse en padres, tomaron una decisión, consciente o inconsciente, nacida del amor: "No quiero que mis hijos pasen por esto". En un intento de protegerlos de la dureza del negocio, de las crisis económicas recurrentes y del estrés de la gestión diaria, construyeron una burbuja. Mantuvieron los problemas de la fábrica fuera de casa. Les dieron a sus hijos la libertad de elegir, de estudiar lo que quisieran, de viajar.
El resultado es una paradoja dolorosa. Al "proteger" a los hijos de la realidad de la empresa, también los excluyeron de la pasión, de la mística y de la historia de esfuerzo que construyó el patrimonio. Hoy, esos padres se encuentran cerca del retiro y desean fervientemente que sus hijos se involucren. Pero se encuentran con jóvenes que ven la empresa como una "caja negra": un lugar que genera dividendos pero que les resulta ajeno, intimidante o simplemente poco interesante.
La generación fundadora se siente frustrada: "¿Cómo no les interesa todo esto que construí para ellos?". La respuesta es que nadie puede amar lo que no conoce, ni sentirse parte de una historia que siempre se les contó a medias.
La soledad de los jóvenes: entre el deseo y la culpa
Del otro lado de la brecha, las generaciones más jóvenes enfrentan un desafío identitario monumental. A diferencia de sus padres, ellos no buscan solo estabilidad o cumplir un deber; buscan propósito. Su identidad profesional está intrínsecamente ligada a su realización personal. Sin embargo, para los hijos de familias empresarias, esta búsqueda de propósito viene cargada de culpas y silencios. Muchos sienten que tienen un "doble trabajo": deben procesar la historia recibida y, al mismo tiempo, intentar descubrir quiénes son ellos fuera del apellido.
Aquí radica la importancia crítica de los entornos de pares. Son muchos los jóvenes que pasan por este tipo de desafíos y encuentran que no tienen con quién hablar. Sus amigos que no pertenecen a familias empresarias no entienden la complejidad de tener que negociar el sueldo con tu propia madre o la presión de saber que el error propio afecta el patrimonio de tus hermanos. Muchas veces, tampoco logran empatizar con la culpa que conlleva la falta de deseo de incorporarse en la empresa familiar: "si podés conseguir un trabajo 'fácil' gracias a tu familia, ¿por qué no lo harías?" Pero a veces esta decisión es todo menos fácil.

Esta falta de interlocutores válidos lleva a la conclusión errónea de que sus problemas son únicos, vergonzosos o fruto de una disfuncionalidad exclusiva de su familia. La realidad es que no es un tema aislado; es la estructura sistémica de la empresa familiar. Pero sin un espejo donde mirarse, el joven se aísla, y ese aislamiento se traduce en parálisis. No entran a la empresa por miedo, o entran por culpa, pero en ambos casos, lo hacen sin las herramientas emocionales para liderar.
Del silencio a la conversación
El verdadero riesgo para las empresas familiares no es la competencia externa, ni la tecnología, ni la economía del país. El riesgo real es el silencio. Es la conversación que no se tiene, el hijo que se aleja porque no se siente escuchado, el padre que no delega porque no confía. La continuidad empresarial no se decreta; se construye vínculo a vínculo. Las herramientas de comunicación efectiva son vitales porque actúan como traductores entre dos mundos que se necesitan desesperadamente pero que han olvidado cómo hablarse. Para los padres, apoyar la participación de sus hijos en estos espacios es un acto de valentía: implica aceptar que la forma en que ellos vivieron la empresa no será la misma para sus hijos. Para los jóvenes, es la oportunidad de dejar de ser "hijos de" para pasar a ser protagonistas de una historia que, por primera vez, eligen contar.
Más juicios y menos siniestros: una desconexión que encarece el empleo
Al final del día, el legado más valioso no es la empresa en sí misma, sino la capacidad de la familia para mantenerse unida, con un propósito compartido, a través de las generaciones. Y eso empieza, invariablemente, por sentirse parte de algo más grande que uno mismo, pero donde uno mismo tiene un lugar insustituible.
El poder de la tribu: aprender entre pares
Es en este punto ciego donde la intervención externa se vuelve no sólo útil, sino necesaria. La experiencia demuestra que la formación técnica (un MBA, un curso de finanzas) no resuelve el bloqueo emocional. Lo que desbloquea el potencial de la nueva generación es la validación de sus pares. Al reunir a jóvenes de distintas familias empresarias en un mismo espacio, ocurre un fenómeno inmediato de alivio. Al escuchar que otro joven, de otra industria y otra ciudad, sufre la misma incomodidad al hablar de dinero con su padre, o siente la misma "culpa del sobreviviente" por tener privilegios que no ganó, el fantasma se desvanece. El problema deja de ser "mi familia" y pasa a ser "nuestro desafío".
Este proceso de socializar y relativizar los problemas es lo que permite pasar de la queja a la acción. Cuando el joven comprende que sus dudas son normales, se siente habilitado para plantearlas. La tribu le otorga la legitimidad que no encuentra en soledad.
La urgencia de la preparación temprana
Esperar a que el fundador fallezca o decida retirarse para empezar a preparar a la siguiente generación es un error estratégico grave. La preparación emocional y vincular lleva tiempo. No se puede "instalar" el sentido de pertenencia de un día para el otro. Es común que las familias, ante la ansiedad del futuro, presionen a los hijos para que "se metan" en la empresa, sin antes haber trabajado el "para qué". Esto suele generar rechazo.
(*) Directora de Estim Groups