OPINIóN
Análisis

Lenguajes y temores: las trampas de la sutileza

El lenguaje de la acción colectiva –o el de los sentimientos colectivos– exige las mismas operaciones que cualquier otra abstracción, basadas en el principio del tercero excluido.

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Multitud | Free Photos / Pixabay

La palabra de un maestro

En una nota publicada en Perfil el lunes 1 de junio, el Profesor José Carlos Chiaramonte, maestro de generaciones, se preguntaba por la existencia de la sociedad y el pueblo, asociando desde el título a esas categorías con la idea de "trampa". En el primer párrafo, acelerando, afirma que en cuanto sujetos personalizados son "utilizadas para legitimar opiniones particulares y hasta para justificar crímenes políticos."

He aprendido mucho leyendo a Chiaramonte. Su modo de presentar los problemas es atrapante. En esta ocasión, después de haber disfrutado con su lectura, voy a permitirme un respetuoso disenso con parte de su planteo y una no menos respetuosa reflexión sobre un elemento tácito que subyace a su artículo.

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Parto de un acuerdo: también yo muchas veces rezongo a mis estudiantes cuando dicen que "el Estado hizo tal cosa". Casi siempre respondo que es tal o cual gobierno el que tomó esa decisión, desde alguno de los dispositivos del Estado o en nombre del mismo. Ahí hay una confusión muy clara entre el agente –el que produce la acción– y el circuito desde donde se toman las decisiones vinculantes (en este caso, el poder político bajo su forma de Estado).

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Una que sepamos todos

Pero examinemos una de las totalidades individuales elegidas por Chiaramonte, la sociedad, a la luz de algunas afirmaciones bien conocidas para todos:

–La sociedad argentina es abierta.

–Desde 1983, la sociedad argentina se consolidó en el camino de la democracia.

Ninguna de las frases expresa toda la verdad, pero tampoco dicen algo falso. Están preñadas de simplificaciones, pero no de mentiras. El lenguaje de la acción colectiva –o el de los sentimientos colectivos– exige las mismas operaciones que cualquier otra abstracción, basadas en el principio del tercero excluido. La teoría de conjuntos que nos enseñaron en la primaria explica eso. A pertenece al conjunto B si y solo si tiene los atributos X y Z. Esa operación profundamente política, porque lo más importante es lo que esconde: saber quién ha decidido los criterios de inclusión y de exclusión. Pero la existencia de conjuntos recorre toda nuestra vida, y es indispensable para expresar acciones o sentimientos que sin ser exactamente los de todos y cada uno tampoco son el resultado de una sumatoria un número finito de voluntades individuales.

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Dime lo que te preocupa

Troeltsch, el filósofo alemán referido por el profesor, afirma que las totalidades individuales sustituyeron a las fuerzas humanas de la Ilustración por una "consideración individualizadora" fruto del romanticismo. El agente de la sustitución fue el historicismo alemán, necesitado de procedimientos científicos en su batalla contra las ciencias naturales, para demostrar la capacidad explicativa de las sociales (1) –algo que, en el fondo, muchos de nosotros tendríamos que agradecer–. La dirección hacia donde apunta la reflexión se delata no sólo por el aroma que se guisa con las referencias elegidas para componer el contorno (totalidades, actores, alemanes) sino por su presentación bajo el título de trampa y las categorías elegidas para nombrar un sujeto inexistente: el pueblo, la sociedad.

El punto clave de la intervención de Chiaramonte es que, al mencionar esas categorías como si fueran sujetos realmente existentes para enseguida permitirse dudar de su existencia, parte de un desacuerdo que no expresa. Y ese desacuerdo no es tanto con la totalización individualizadora como procedimiento como con el innombrado sujeto que las utiliza y se sirve de ellas.

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El pueblo ¿importa si existe o quién esgrime su existencia?

Puedo acordar con un principio epistemológico: el pueblo y la sociedad –como el estado– no hacen cosas. Tampoco las hacen el mercado, ni la economía, ni la justicia.

Pero el pueblo es una abstracción fundacional no solo de nuestra identidad política sino también de nuestra organización política. Y Chiaramonte lo sabe mejor que nadie.

Los constituyentes de 1853 necesitaron legitimarse como representantes "del pueblo de la Nación argentina" para poder reunirse en Congreso y constituir este conjunto diverso en una unidad que acababan de inventar. Y no estaban expresando la voluntad de todos y cada uno de los que pisaban el continente territorial de la nueva Nación: ¡vaya si hubo tiros de fusil para someter personas y subordinar territorios considerados "interiores"! Por otra parte, la identificación entre el pueblo, la parte de una comunidad o una sociedad con derechos políticos y un electorado tiene, además de una trayectoria sinuosa, una historia crítica, a la cual el propio Chiaramonte y sus más sagaces discípulos han aportado páginas excelentes. Entonces el problema no parece ser tanto si el pueblo existe o no, sino quién se dispone a hablar en su nombre y cómo es utilizada esa existencia.

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Personalizar o despersonalizar ¿dos caras de la misma moneda?

Personalizar a los grupos humanos es tan frecuente como personalizar a la economía, el mercado o la justicia. En estos últimos casos, la operación se realiza para esconder la agencia de grandes operadores del mundo de la producción, de las finanzas o de los entresijos menos impolutos del poder judicial. Es decir, para invisibilizar a los agentes concretos –personas físicas o jurídicas, como las corporaciones–.

Algunas totalizaciones son un obstáculo a la hora de producir conocimiento, sí. Pero fuera del estrecho ámbito de la producción de conocimiento su uso es tan inevitable como necesario. No existe un monopolio sobre el uso de abstracciones y metáforas, mucho menos cuando otros monopolios –fácticamente existentes– impiden discutir desde plataformas con potencias equivalentes.

Por último, el temor que subyace en la nota que comento –nunca expresado– no es otro que el temor a un derivado de la categoría pueblo, al populismo. Un fantasma varias veces agitado en nombre del cual se hicieron generalizaciones exageradas y se tomaron decisiones criminales que, por presentes y dolorosas, no hace falta recordar.

 

 


(1) José Carlos Chiaramonte, Los usos políticos de la historia. Lenguajes de clases y revisionismo histórico, Sudamericana, 2013.