Estaba viendo una docu-serie sobre Julio César y pensé en cómo se asemejaban algunos de sus momentos a la Argentina actual.
Roma estaba en la gloria cuando fue destruida por la lucha generada por las ambiciones personales de Julio César y Pompeyo. Argentina, en cambio, no viene de la gloria, pero está siendo destruida por exceso de ambición personal y/o defecto de grandeza de sus líderes políticos.
La incapacidad de las alianzas mayoritarias para llegar a acuerdos trascendentes entre ellas viene hundiendo a nuestro país y la democracia nos va a seguir quedando grande mientras las fuerzas políticas no aprendan esto. Como en el cuadro de Goya del duelo a garrotazos, parecemos estar en una lucha perpetua entre seres que no se pueden separar. Un castigo digno del infierno de Dante.
Luego de una larga guerra civil en Roma, Augusto emergió como hombre fuerte que impuso orden y trajo prosperidad, terminando de darle un golpe mortal a la república y quedando el senado como una figura de papel. ¿Emergerá también entre nosotros un autócrata que ponga orden y traiga un tiempo de prosperidad dándole un golpe mortal a la democracia y quedando sus instituciones como una figura de papel? Espero que no lleguemos a ese punto en que haya que tomar una decisión de fondo entre la democracia y la economía.
Cuando el poder captura una mente la lleva a donde quiere haciéndole perder la conciencia de para qué se buscó alguna vez ese poder, si es que hubo algún ideal. Eso les pasa a nuestros líderes, les falta la grandeza que pone al poder en su lugar, no estando a la altura de las circunstancias que atravesamos.
Uno se pregunta cómo no son capaces de asumir que las ideas que representan ambas alianzas no desaparecerán nunca. Luchan como si tuviesen la ilusión de eliminar el pensamiento del contrincante. Aunque los líderes que hoy se enfrentan un día ya no estén, sean derrotados o vayan presos, las ideas detrás de las fuerzas en oposición seguirán, ya que conforman una dialéctica eterna.
Incertidumbre política: ¿quo vadis?
Irse a los extremos es ignorar esta verdad. Estamos hablando de algo tan antiguo como central a la sabiduría que habita en los hombres y que nos llegó en forma excelsa en la idea de la virtud del justo medio de Aristóteles. La misma fue relatada también en los mitos griegos en que la hubris ante los dioses era castigada con la caída trágica y además estaba escrita en el templo de Apolo: “Nada en exceso”.
El monoteísmo encontró cumbres de este pensamiento en Averroes, Maimónides y Santo Tomás y la doctrina de la medianía del confucianismo, el yin y el yang del taoísmo y el camino del medio del budismo sostienen desde oriente esta misma mirada sobre la vida.
Por otro lado, es fundamental no confundir el justo medio con la mediocridad o la moderación (se puede hacer la guerra con la virtud del justo medio), ni tampoco con una tercera vía a mitad de camino (falacia del punto medio). El justo medio es personal, situacional, cualitativo y trascendente. Es valentía entre los excesos de la temeridad y cobardía, es grandeza entre la ambición y la pequeñez, es generosidad entre la avaricia y el derroche y es dignidad entre el servilismo y la arrogancia, por ejemplo.
Política de permanencia vs política de transformación
El justo medio permite a los políticos elegir la mejor combinación necesaria para cada situación, por ejemplo, entre los excesos de la izquierda y la derecha, el nacionalismo y el internacionalismo, el populismo y el elitismo, el comunitarismo y el liberalismo políticos, el estado y lo privado, etc. Insisto, la virtud no está en la mitad de estas ideas, sino en su trascendencia adecuada de forma distinta a cada momento histórico.
La falta de sabiduría en nuestros líderes no habla mal de la política, arte mayor para hacer posible la civilización, sino que habla mal de cómo ellos están absorbidos por un poder sin trascendencia. Decir que “son así” es caer en un determinismo que implica negar la cantidad de veces en que las personas a lo largo de la historia decidieron alguna vez tomar el toro por las astas.
Las ideas representadas por ambas alianzas no se terminarán nunca y por lo tanto el camino del crecimiento no debe ir por los extremos, sino caeremos en la falsa ilusión de la derrota o la victoria definitivas y nos encontraremos atados, como ya lo estamos desde hace tiempo, a la famosa pendularidad.
Si nuestros líderes no lo aceptan y, aparte de competir, no construyen juntos, habrá cada vez menos democracia de verdad y más de papel. Habrá más fragmentación y caos y luego una crisis para la cual no hicimos ningún entendimiento para impedirla. O también es posible una interminable decadencia. Y quizás entonces, ante cualquiera de los dos caminos, el pueblo pida a gritos un autócrata que lo arree.