Fue de un día para el otro. Las minas se cerraron, las máquinas callaron, los socavones quedaron vacíos. Nadie volvió a extraer un solo gramo de metal. No hubo explosiones, ni humo en el cielo. Solo un apagón sordo y letal: el mundo dejó de minar.
Al principio, nada cambió. Las luces seguían encendidas, los celulares vibraban, los autos arrancaban. Pero era solo la inercia. A los pocos días, todo empezó a detenerse. Las fábricas se quedaron sin insumos. No hubo más cobre para los cables, ni litio para las baterías, ni aluminio para los marcos de ventanas, los aviones, las bicicletas.
El hierro, base de casi toda estructura moderna, desapareció del circuito. Se frenaron las obras, los electrodomésticos dejaron de producirse. Las herramientas escasearon. Hasta los clavos y caños de acero comenzaron a faltar.
En los hogares, el impacto se sintió pronto. El gas dejó de fluir por las cañerías de cobre. Las heladeras se rompieron sin repuestos. No se fabricaron más celulares, ni computadoras, ni televisores. Las cocinas eléctricas y los aires acondicionados dejaron de llegar a los comercios. Hasta una simple lámpara dejó de ser posible sin minería.
En los hospitales fue aún más duro: sin minería, no hubo más prótesis, ni marcapasos, ni tomógrafos. Sin titanio, sin molibdeno, ni tungsteno, la medicina de precisión se volvió imposible. El retroceso fue inmediato y brutal. Como si el reloj del mundo girara hacia atrás.
Las energías limpias –que dependen críticamente de cobre, zinc, níquel y tierras raras– colapsaron. Sin minería, no hubo más paneles solares, ni molinos eólicos, ni baterías para almacenar lo generado. El planeta, cada vez más caliente, se quedó sin sus principales defensas.
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Y la economía global entró en crisis. Los empleos vinculados directa e indirectamente a la minería desaparecieron. Los pueblos mineros se vaciaron. Las regiones que antes construían escuelas, hospitales, rutas y progreso gracias a esta actividad, se apagaron. Donde antes había movimiento y desarrollo, quedó el polvo.
En los hospitales fue aún más duro: sin minería, no hubo más prótesis, ni marcapasos, ni tomógrafos"
Durante años, muchos vieron a la minería como una amenaza. Se cometieron errores. Hubo impactos y conflictos. Pero también hubo aprendizajes. Y hoy, después de esa gran pausa imaginaria, entendimos que la respuesta no es cerrar, sino transformar.
Porque sin minería no hay presente. Y mucho menos, futuro. La transición energética, la salud, la conectividad, el transporte, la construcción, la industria, todo necesita minerales.
La pregunta, entonces, ya no es si minería sí o no. Sino cómo. Cómo hacemos una minería moderna, controlada, ambientalmente responsable, integrada con las comunidades, con licencia social real. Una minería que no sea impuesta, sino compartida.
El verdadero desafío no es apagar la minería. Es encender una nueva forma de hacerla. Responsable. Transparente. Inteligente.
Porque si alguna vez la Tierra dejó de latir, no fue para morir. Fue para que por fin aprendiéramos a escucharla.