A esta altura del calendario, la Argentina entra en un modo peculiar: un torbellino emocional donde conviven la esperanza, la incertidumbre y la lista interminable de cosas “por cerrar antes del 31 de diciembre”. No es solo la corrida por las Fiestas; es la suma del contexto económico, el final del ciclo escolar, los actos que llenan las agendas familiares y la ansiedad previa a las vacaciones. Un cóctel que no siempre bebemos con calma.
En este marco, es importante destacar que el estrés es una reacción vital para lograr la mejor adaptación a los desafíos cotidianos. No es un enemigo, sino un mecanismo primitivo y poderoso que nos mantiene activos. Pero —como todo sistema fino— requiere equilibrio.
Detrás de cada sensación de apuro, irritabilidad o agotamiento, hay una coreografía hormonal que se acelera. El cortisol y la adrenalina -nuestros viejos aliados evolutivos- funcionan como una especie de faro interno que regula la alerta, la energía disponible y la capacidad de responder rápido a los desafíos.
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En condiciones saludables, este sistema impulsa el rendimiento: ayuda a concentrarse, a resolver, a sostener el ritmo vertiginoso que exige diciembre. Pero cuando la exposición al estrés se vuelve crónica o excesiva, el organismo empieza a fallar. La especialista subraya que una respuesta insuficiente o desbordada puede manifestarse en fatiga, desgano, alteraciones del sueño, irritabilidad y menor tolerancia a la frustración.
No es “cansancio”. Es una desregulación que tiene nombre, raíz y consecuencias.
Diciembre argentino
Lo interesante del caso local es que nuestros detonantes de estrés no son meramente individuales. Son colectivos. Pocas sociedades viven con tanta intensidad los cierres de ciclo como la argentina, donde lo emocional y lo social se entrelazan con una velocidad que desorienta.
Contextos económicos, actos escolares que demandan logística y emoción, balances laborales que se apuran, vacaciones que hay que planificar y la sensación de que todo debe resolverse antes de que caiga la última hoja del almanaque. El resultado es un estado de alerta sostenido que exige más de nuestro sistema hormonal de lo que éste está preparado para sostener.
Hablar de estrés sin hablar de hormonas es como intentar explicar una tormenta observando solo el charco. Comprender el rol del cortisol y la adrenalina permite no culpabilizarse por sentirse agotado y, a la vez, reconocer cuándo la presión dejó de ser productiva para volverse nociva.
La mirada endocrinológica abre la puerta a una comprensión más completa: regular el nivel de estrés no es solo “bajar un cambio”, sino permitir que el cuerpo recupere su equilibrio biológico.
Desde mi especialidad, propongo una lectura integral: identificar los factores que nos saturan, aceptar que el contexto importa y sumar hábitos concretos para transitar este período sin pagar un precio alto respecto a nuestro bienestar.
Algunas claves posibles:
● Ordenar prioridades y evitar la sobrecarga de compromisos.
● Sostener rutinas de sueño y actividad física, incluso en semanas agitadas.
● Buscar momentos breves de desconexión, aunque sean minutos.
● Reconocer señales tempranas de fatiga para no forzar el sistema hormonal.
En un país que vive a velocidad de vértigo, entender cómo funciona nuestro cuerpo puede ser un ancla. Quizás no podamos frenar el torbellino de diciembre, pero sí aprender a navegarlo de la mejor forma posible.