El otro día escuché a un reconocido desarrollador inmobiliario decir, con una naturalidad que descolocaba, que la solución para la Villa 31 sería "entregarles" el terreno a los diez desarrolladores más grandes de Buenos Aires para que construyeran viviendas en otra zona, liberando así un suelo "con vista a Montevideo" capaz de cotizar a precios astronómicos.
No lo dijo como quien lanza una idea provocadora para discutir. Lo dijo como quien describe un paso lógico e inevitable. Mientras lo escuchaba entendí que asistía, en tiempo real, a una forma de pensar la ciudad y, sobre todo, de pensar a quienes la habitan.
Hubo una frase que me quedó dando vueltas: "¿Casas gratis? No, porque después vendo el metro cuadrado a veinte lucas". Esa línea lo dijo todo. Ahí estaba condensado el orden de prioridades: las vidas que habitan ese territorio no importan en sí mismas, sino en relación a cuánto rinden sus metros cuadrados, una vez despejado lo que molesta. El problema no es la pobreza ni la precariedad, sino que la pobreza esté ubicada justo donde podría haber un negocio millonario.
La modernidad, dice Enrique Dussel, siempre necesita un sacrificado. Siempre hay alguien a quien se lo convierte en obstáculo para justificar un proyecto que se presenta como progreso. En este caso, no se trata de un otro lejano, de un enemigo abstracto o de un pueblo colonizado, como sucedía en los albores de la modernidad. Es un barrio entero al que se lo piensa como falla, como imperfección estética, como traba económica. Lo distinto molesta. Lo pobre afea. Lo que no encaja en el orden del mercado debe ser removido para restaurar la “armonía” estética del paisaje.
Antonio Berni, el artista que descubrió poesía en la villa
Bajo esa lógica, la Villa 31 deja de ser una comunidad con una historia viva, con redes que sostienen la existencia cotidiana. Se vuelve un error de ubicación. Y la respuesta imaginada es, entonces, un traslado ejecutado como si fuera una operación técnica: mover la pieza que incomoda y se acabó el problema.
¿No hay preguntas por el arraigo? ¿Nadie pregunta por los vínculos, ni por el derecho elemental a permanecer en el lugar donde uno construyó su vida? No. Porque lo único que importa es el cálculo. Su lógica demuestra su jerarquía de valores. La vivienda es costo. El desalojo es una condición y la relocalización un simple trámite. ¿Y la persona pobre? Esa es una ficha que habilita otra jugada. Todo lo humano queda subsumido a mercancía.
En este punto la discusión se vuelve ética. Una ciudad que piensa así no mira a quienes la habitan como ciudadanos, sino como piezas del decorado. En lugar de integrar las diferencias, las expulsa. La villa se convierte en una mancha incómoda en el cuadro urbano, algo que debe borrarse para que la imagen quede limpia.
Se trata, en definitiva, de limpiar la ciudad: limpiarla de pobres, de cartoneros, de vendedores que intentan subsistir, de barrios que, según esta mirada, afean la vista. Lo más inquietante es que esta lógica no nace de la maldad individual, sino de una forma de razonar que se ha vuelto hegemónica. Una lógica que mira el suelo como activo y a la población como variable de ajuste. El cálculo económico se vuelve la brújula ética y, cuando eso ocurre, la vida del otro desaparece del registro.
No es que alguien odie abiertamente a nadie. Es peor: se considera que esas vidas, sus vínculos, sus historias y sus costumbres carecen de relevancia. Son desplazables. Prescindibles. Hay que poner la villa bajo la alfombra.
La consigna implícita es enviar a esas personas a la periferia, o, en palabras del emprendedor inmobiliario, “a zonas donde se necesite poblar”. El centro queda reservado para quienes tienen dinero, propiedades, estatus. Para el resto, las orillas. Lo más lejos posible de la vista.
Por eso el debate sobre la Villa 31 no puede quedar reducido a palabras como "integración", "modernización" o "reurbanización". La pregunta de fondo es otra: ¿quién define qué significa vivir bien y quién decide quién merece quedarse donde está?
Si la única respuesta posible es la rentabilidad del suelo, el resultado está cantado: una ciudad que expulsa lo que no encaja y celebra esa expulsión como signo de progreso.