Jorge Mario Bergoglio cumpliría hoy 89 años. Nacido y criado en la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Flores, nunca ocultó su pertenencia porteña ni su sensibilidad popular. Amante del tango. Horacio Ferrer y Astor Piazzolla con "La bicicleta blanca" y en la versión de Raúl Lavié, uno de sus preferidos. Él imaginaba esa letra como si fuera Jesús en Buenos Aires.
El 7 de agosto de 2012, en la parroquia de San Cayetano de Liniers, pronunció una homilía que hoy resuena con más fuerza que nunca. Allí, al rezar por pan y trabajo para todo el país, citó el Preámbulo de la Constitución y recordó que “la Patria florece cuando vemos en el trono a la noble igualdad”. Era todavía arzobispo de Buenos Aires, pero ya hablaba como lo haría luego el Papa: con una mirada pastoral profundamente atravesada por la justicia social.
El 13 de marzo de 2013 fue elegido Sumo Pontífice. Desde entonces, Francisco denunció sin ambigüedades la cultura del descarte, esa lógica que convierte a personas, vidas e historias en sobrantes del sistema. “No se descartan cosas, se descartan seres humanos”, insistió una y otra vez, poniendo en el centro a los pobres, los migrantes, los ancianos y los descartados del mundo.
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Su pontificado estuvo marcado por gestos inéditos y decisiones históricas. Visitó la sinagoga de Roma y profundizó el diálogo judeo-cristiano. En 2016 participó en Suecia de la conmemoración por los 500 años de la Reforma iniciada por Martín Lutero, siendo el primer Papa en hacerlo. En 2019 viajó a Emiratos Árabes Unidos, donde se reunió con el gran imán de Al-Azhar, Ahmed Al-Tayeb, y firmó el Documento sobre la Fraternidad Humana, una declaración clave contra la violencia, el terrorismo y el uso de la religión como justificación del odio.
En marzo de 2021, en Najaf, Irak, mantuvo un encuentro histórico con el gran ayatolá Ali Al-Sistani, máxima autoridad del islam chiita en ese país. Fue un mensaje potente a favor de la convivencia religiosa y en contra del extremismo, en una región atravesada por décadas de guerra y persecuciones. En 2016, además, se reunió en La Habana con el patriarca Kiril, líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa, en el primer encuentro entre ambas iglesias desde el cisma de 1054. No fue casual que eligiera Cuba: Francisco entendía que ese territorio era, simbólicamente, un espacio para buscar la paz.
“Frente al egoísmo y a la cultura del descarte, tenemos que practicar la cultura del encuentro”, afirmó en numerosas ocasiones. Construir puentes en lugar de muros fue más que una consigna: fue una práctica política y pastoral concreta. Enfrentó con valentía la violencia fundamentalista del ISIS promoviendo el ecumenismo y el diálogo interreligioso, aun cuando eso lo expuso a críticas y riesgos.

También tuvo un rol decisivo en conflictos geopolíticos contemporáneos. En 2014 medió entre Estados Unidos y Cuba, logrando en pocos meses la reapertura de las embajadas y el restablecimiento de relaciones diplomáticas tras más de medio siglo de ruptura. Acompañó activamente el proceso de paz en Colombia, respaldando el acuerdo entre el Estado y las FARC como un camino necesario para cerrar décadas de violencia. En la frontera entre México y Estados Unidos, en Ciudad Juárez, celebró una misa frente al límite físico entre ambos países y denunció con claridad la lógica de los muros y la criminalización de los migrantes, en abierta contraposición a las políticas impulsadas por Donald Trump.
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Como heredero espiritual de San Francisco de Asís, dejó una marca profunda con sus encíclicas. Laudato si’ propuso una ecología integral y advirtió que la Tierra es nuestra casa común. Allí señaló que las heridas del planeta son causadas por los poderosos, pero las padecen los más vulnerables. Fratelli tutti, por su parte, llamó a construir fraternidad y amistad social como base de una paz duradera, recordando que todos los seres humanos merecen una vida digna y no pueden ser tratados como enemigos.
Frente a los movimientos sociales de América Latina, en Santa Cruz de la Sierra en 2015, afirmó con claridad que Tierra, Techo y Trabajo son derechos sagrados. “Que nadie nos quite la esperanza, que nadie apague nuestros sueños”, dijo entonces. Esa frase resume su legado: un liderazgo global que no se ejerció desde la distancia, sino desde la cercanía con los pueblos.
Francisco no fue un Papa neutral ni indiferente. Fue un pastor con olor a oveja que decidió poner el cuerpo en los conflictos del mundo. Por eso incomodó a los poderosos y abrazó a los descartados. Y por eso, también, ya ocupa un lugar indiscutible en la historia grande de la humanidad.
* Diputado nacional.