Cuando hace poco más de un año los Estados de todo el planeta se vieron obligados a tomar medidas para enfrentar la pandemia de Covid-19, el nivel de conocimiento disponible era mínimo. Frente a ese shock se justificaron confinamientos temporarios, toques de queda y otras medidas excepcionales, ya sea para preparar los sistemas de salud, para enlentecer la circulación del virus e indirectamente para generar tiempo en favor de conocer de qué se trataba.
En este tiempo sabemos mucho más. Por ejemplo, que la vulnerabilidad frente al virus no es homogénea -aquí la edad es un factor determinante-, sabemos que fundamentalmente los contagios son por “vía aérea” y por tanto las actividades en lugares abiertos y sin aglomeraciones son de bajo riesgo, el sistema de salud tiene mucha más información respecto a como responder frente a un cuadro complicado, etc.
Actuar de la misma manera cuando se dispone de información y cuando no, es una respuesta insensata. Es un tic que tranquiliza la conciencia, pero que no aborda el problema con los criterios que deben usarse.
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En esa lógica, la decisión del ejecutivo parece haber tomado nota de la ineficacia de volver a tratar a la Argentina “como un todo”, siendo que la situación es muy diferente por provincias y ciudades.
La experiencia internacional dice que cuando se alcanza el 30 % de la población con vacunación -en el orden que corresponde, sin VIPs-, cae el uso de las terapias intensivas, uno de los talones de Aquiles de esta desigual pelea contra el virus. Argentina todavía no alcanzó el 10 % de vacunados.
Mientras avanza la vacunación la solución más sensata es: 1) testear para garantizar el máximo nivel de detección posible, 2) aislar a los positivos (sin importar la relevancia de sus síntomas), y 3) rastrear a los contactos para evitar una velocidad de circulación inmanejable. Este es el modo más eficaz de control, manteniendo las actividades regulares que hacen posible la vida social: educación, trabajo, logística, prestaciones médicas distintas a la pandemia, etc.
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La pandemia existe y los cuidados son imprescindibles, pero el costo de romper las rutinas es altísimo en muchos aspectos que no están a simple vista.
Se sabe que un enorme porcentaje de los contagios proviene de las reuniones sociales, lo que hace absurdo discontinuar las actividades laborales, donde se producen mucho menos contagios. Lo que corresponde en ese sentido es hacer un esfuerzo de comunicación de todos los niveles del Estado.
Hemos transitado con aciertos y errores, pero desde las primeras semanas de la pandemia el gobierno decidió tomar medidas con un ojo puesto en las encuestas de opinión pública. Mientras el encierro generaba la falsa sensación de seguridad, el gobierno nacional se aferró a esa herramienta y lo mismo puede decirse de otras medidas y anuncios.
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No se trata de quién paga el costo, ni de tomar posiciones en función de deseos o de hacer cálculos electorales. Como tantas veces en política, se trata de conjugar la racionalidad de las medidas bien fundamentadas, con una comunicación clara buscando un razonable alineamiento social y, con la experiencia y el conocimiento adquirido en un año, trabajar para que sea posible superar este momento sin dejar en el camino la estructura productiva, la confianza pública o la paz social.
En definitiva, hace falta sensatez y sentimientos.
* Fabio J. Quetglas. Diputado Nacional UCR-Juntos por el Cambio. Pcia de Bs As.