OPINIóN

La AFA y el "roban pero hacen"

La AFA no solo refleja una crisis institucional, sino una matriz cultural que normaliza la corrupción y celebra el éxito a cualquier precio. Un sistema que se reproduce gracias a una sociedad que aplaude resultados mientras resigna transparencia y ética.

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La Asociación del Fútbol Argentino no es solo una institución deportiva: es un espejo cultural. Y en ese espejo, la Argentina se mira y, dolorosamente, se reconoce. La AFA es una vergüenza no solo por sus escándalos económicos, sus manejos opacos, su dirigencia enquistada y su historial de sospechas, sino porque ha logrado algo aún más grave: naturalizar la corrupción como parte del folclore, siempre y cuando llegue el resultado. El problema no es solo la AFA; el problema es el aplauso que la sostiene.

La institución rectora del fútbol argentino no funciona como una entidad moderna, sino como una estructura de dominación patrimonial, donde el cargo se hereda o se “trabaja” en beneficio de los obsecuentes, aquellos que por interés levantan la mano, votan a ciegas y garantizan la continuidad del poder.

Así, el control se eterniza y la rendición de cuentas aparece como una amenaza, no como una obligación republicana. Lo que allí se reproduce no es solo desorden administrativo, sino una cultura política premoderna —de la que el mundo intenta desprenderse—: liderazgo personalista, lealtades feudales, disciplinamiento vertical y premios para el obediente.

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Max Weber describió este fenómeno como dominación patrimonial, donde el poder no se ejerce en nombre de normas impersonales, sino como extensión de la voluntad del líder, confundiendo lo público con lo privado. La AFA encarna exactamente esa lógica: un poder que no se legitima por reglas, sino por fidelidades.

Este esquema se articula de manera casi perfecta con la matriz de la política argentina: concentración, verticalismo, clientelismo, opacidad, culto al líder y ausencia de controles reales. La AFA opera como un micro-Estado autónomo donde la legalidad es decorativa y el poder se administra como patrimonio privado. No representa a los clubes: los secuestra. No organiza el juego: lo coloniza.

Pero el elemento más inquietante no está solo en la cúpula, sino en la sociedad que legitima este sistema. Desde una perspectiva sociológica, la Argentina ha construido una moral pragmática del éxito: se tolera la corrección siempre que produzca resultados emocionales positivos. Es una ética del alivio, no de la justicia. Ganar no es solo un logro deportivo: es una reparación simbólica frente a una vida cotidiana marcada por la precariedad, la inflación, la inseguridad y el desencanto.

Pierre Bourdieu llamó a este fenómeno capital simbólico como compensación: la gloria futbolística reemplaza lo que la política y la economía no ofrecen. Cuando no existe horizonte colectivo, el triunfo deportivo se convierte en identidad, pertenencia y consuelo. El problema es que esa identidad se edifica sobre una lógica que premia el espejismo del éxito y silencia la trampa si trae felicidad inmediata.

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En este marco, la AFA deja de ser solo una entidad corrupta para transformarse en un dispositivo ideológico: enseña que no hay problema en vulnerar las reglas si la multitud aplaude. Lo mismo ocurre en la política, donde la eficiencia sin ética se celebra más que la honestidad sin épica. El liderazgo se mide por su capacidad de imponer, no por su calidad institucional. Se vota poder, no instituciones.

La cultura del “roban pero hacen” no es una anécdota pintoresca: es una forma degradada de contractualismo social. La sociedad acepta un pacto perverso: renuncia a la transparencia a cambio de una ilusión de grandeza. Las eliminatorias y el Mundial funcionan como bálsamo y como anestesia, como fiesta y como cortina, como mito fundante que neutraliza todo cuestionamiento.

La AFA es la expresión concreta de un modelo nacional donde la corrupción dejó de ser escándalo para volverse norma gestionada; donde el escándalo ya no indigna, sino que se negocia; donde el poder no se controla, se tolera; y donde el éxito no se interroga, se consume. El título mundial funciona entonces como absolución moral colectiva: una suerte de indulgencia plenaria que perdona balances oscuros, contratos sospechosos, arbitrajes dirigidos, favores cruzados y una estructura que opera más como feudo que como institución moderna.

El problema no es solo la AFA, el problema es la matriz cultural que la hace posible, la reproduce y la aplaude.
Mientras el éxito continúe operando como coartada moral y la ética como obstáculo, seguiremos celebrando la gloria con la Mano de Dios y firmando la resignación con la otra.

Desde la Mano de Dios aprendimos que ganar justifica todo, incluso la renuncia a la honestidad.

LT