OPINIóN
1983-2023

Lo que Argentina le debe a Raúl Ricardo Alfonsín

En la épica del regreso a la democracia, el ex presidente fue el capitán de tormentas que alejó al país de la fragilidad que le impuso el sexto golpe militar del siglo XX. El Estado de Derecho y justicia, las leyes de Defensa Nacional y Seguridad Interior y el juicio a las Juntas son algunos de sus logros.

Raúl Alfonsín
Raúl Alfonsín | NA

A la memoria del periodista Edi Zunino

Es posible hallar conexiones entre la política y la defensa en la historia. En Atenas todos los aspirantes a políticos tenían que hacer mando militar hasta brigada, y en Roma debían realizar diez campañas militares por año. Platón, en su obra La República expresó que los guerreros debían estar abocados a la defensa externa, pero aclara que ese grupo debía estar subordinado directamente al poder político y mantenerse al margen de lo político.

Estas ideas parecen no haber sido comprendidas por las fuerzas armadas argentinas y algunos sectores civiles entre 1930 y 1982. Durante este período se produjeron seis golpes de Estado que apagaron la democracia e interrumpieron gobiernos constitucionales de distinto color político. 

Los bastonazos a la democracia tuvieron lugar en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. El primero puso fin al segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen. El segundo fue perpetrado por el Grupo de Oficiales Unidos a Ramón Castillo. El tercero, denominado “Revolución Libertadora”, derrocó a Juan Domingo Perón; el cuarto depuso a Arturo Frondizi, y el quinto destituyó a Arturo lllia –golpe llamado “Revolución Argentina”–. 

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La sexta y última interrupción del régimen democrático fue el denominado «Proceso de Reorganización Nacional» que derrocó a María Estela Martínez de Perón en 1976 y la obligó a marcharse a tejer soledades. Esta etapa se caracterizó por la ferocidad de la tortura, la desaparición de personas, la violación sistemática de derechos humanos y la violencia trotando por las calles aturdidas de tanta intolerancia.

La Argentina de 1976-1982 puede considerarse, según la concepción moderna del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa de Washington, como un Estado frágil. Algunas características que debe reunir un Estado para recibir esa calificación son: persecución institucionalizada, pérdida de legitimidad del Estado, incapacidad para garantizar la protección de las libertades y los derechos civiles elementales, suspensión arbitraria del Estado de Derecho y violación sistematizada de los derechos humanos. 

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Estas terribles peculiaridades enunciadas acontecían en la Argentina al momento de adoptarse la decisión de ir a la Guerra de Malvinas, que fue un pretexto del gobierno militar para adquirir unas dosis de legitimidad apelando a una causa justa. El Informe Rattenbach reveló que no se analizaron seriamente las capacidades militares que se poseían para embarcar al país en una guerra contra una potencia central, que la operación militar se ejecutó mientras la Argentina estaba en conflicto con Chile y expuso una inmensa cantidad de errores políticos, militares y estratégicos. Malvinas fue la última carta de un gobierno que accedió al poder con las botas y no por los votos.

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Si bien los militares que derrocaron a “Isabel” Perón gozaron de cierto consenso inicial porque parte del pueblo fue a golpearles las puertas de los cuarteles para que intervinieran en el país poniendo “orden” en la sociedad, ese grado de legitimidad se fue esfumando cuando la sociedad comenzó a advertir cuáles eran los métodos empleados para imponer ese orden solicitado. 

En 1983 la Argentina era un tango, pura nostalgia. En ese contexto, el radical Raúl Alfonsín comenzó a recorrer el país recitando el preámbulo de la Constitución Nacional. El discurso de unidad nacional de Alfonsín lograba emocionar a vastos sectores. El candidato de la UCR era percibido como la persona que volvería a encender la democracia en Argentina y como el garante de los derechos humanos. Su eslogan de campaña expresaba: “Más que una salida electoral es una entrada a la vida”.

Su llegada a la Casa Rosada prometía que el silencio civil-militar macabro y cómplice del horror que caracterizó a la última dictadura militar, el exilio forzoso y las cantidades navegables de sangre derramada en las páginas de la historia argentina, serían reemplazados por democracia, Estado de Derecho y justicia.

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Cuando el recuento de votos lo confirmó como presidente, Alfonsín expresó: “Este día debe ser reconocido por los argentinos, como el día de todos. Acá hemos ido a una elección, hemos ganado, pero no hemos derrotado a nadie, porque todos hemos recuperado nuestros derechos”. 

Al día siguiente, Ítalo Lúder, el candidato justicialista que compitió por la presidencia, visitó a Alfonsín y lo felicitó por su victoria. El radical le ofreció ser presidente de la Corte Suprema. Lúder declinó la propuesta pero sugirió el nombre de Enrique Petracchi.

En 1983 el pueblo argentino firmó un nuevo contrato social, haciendo realidad algunos de los antiguos desarrollos teóricos del filósofo Jean-Jacques Rousseau. A partir de entonces y hasta hoy, con sus luces y sombras, los mecanismos de la democracia fueron los encargados de ajustar y resolver las situaciones que se fueron suscitando. 

Lo que Argentina le debe a Raúl Ricardo Alfonsín

La sanción de las leyes de Defensa Nacional y de Seguridad Interior fueron aportes clave para lograr la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil. 

El juicio a las Juntas, la posterior anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, más la orden del entonces presidente Néstor Kirchner de bajar los cuadros de los dictadores Jorge Videla y Reynaldo Bignone del Colegio Militar complementaron los hitos mencionados a favor de la democracia y calaron hondo en la memoria del pueblo argentino. 

No obstante, es una falacia afirmar que en la democracia argentina gobierna la mayoría. Esto no es así. Al menos no necesariamente. La Constitución Nacional establece que cuando la fórmula que resultare más votada en primera vuelta, hubiere obtenido más del 45% de los votos, sus integrantes serán proclamados como presidente y vicepresidente de la Nación. 

También explicita que en los casos en los que no se logre el 45%, la fórmula que hubiere obtenido el 40% por lo menos de los votos y, le saque una diferencia mayor de 10 puntos porcentuales al segundo, será proclamada ganadora. Si la diferencia entre primero y segundo es menor a 10 puntos, habrá balotaje. Lo anterior deja bien claro que gobierna la primera minoría. Cristina Fernández en 2011, logró ser mayoría (obtuvo más del 50% de los votos) pero esto fue un plus de legitimidad, no una condición legal necesaria.

Otra característica de la democracia argentina es que los partidos tradicionales ya no son suficientes para ganar elecciones. Deben tejer alianzas para llegar al poder. Técnicamente se conocen como partidos catch all. Estos nuevos espacios políticos han proliferado en los últimos tiempos, tanto a nivel nacional como provincial y municipal.

40 años de democracia

Lo cierto es que hay un solo poder, que es del pueblo. Pero hay instituciones y poderes para canalizarlo y ordenarlo. La Argentina necesita una democracia republicana y una República democrática. Pero duele advertir que a algunos les agrada la República pero no quieren el voto universal. El argumento de esta triste postura antidemocrática es tan precario como grosero: "cómo ese tipo pobre sin estudios tiene el mismo voto que yo que soy universitario y que pago impuestos". Este pensamiento clasista y retrógrado es síntoma de involución ciudadana.

Desde 1990 los cambios tecnológicos y la revolución de las comunicaciones impactaron con fuerza sobre la política, la democracia, el diseño de campañas electorales y el modo de gobernar. El politólogo argentino Guillermo O'Donnell, acuñó el concepto de un nuevo tipo de democracia. La denominó “delegativa”. 

Si bien es una práctica democrática porque surge de elecciones libres, estos líderes suelen creerse todopoderosos. Los gobiernos delegativos están convencidos de que por haber sido votados, tienen pleno derecho a decidir lo que al país le conviene y consideran que cualquier tipo de control (Congreso, Poder Judicial, auditorías) es un obstáculo innecesario. Otra peculiaridad de este tipo de gobiernos, es que pasan rápidamente de una alta popularidad a una impopularidad generalizada. 

Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis y a medida que pasa el tiempo se van encerrando en una especie de secta. Cuando empieza el desencanto social, primero profundizan su enojo con los herejes, luego van por los tibios que no se juegan y luego se enojan con ex aduladores que progresivamente se van corriendo de las fotos.

Alexis de Tocqueville en su obra La Democracia en América, en la que analiza la democracia norteamericana, expresa: “Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones”. 

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“Ahora bien, no sé más que dos maneras de hacer prevalecer la igualdad en el mundo político: hay que dar derechos iguales a cada ciudadano, o no dárselos a ninguno”, continuó Tocqueville.

La igualdad de oportunidades es una condición para combatir la inequidad, que más temprano que tarde se transforma en violencia. Cuando la brecha entre ricos y pobres se incrementa, la violencia trota por las calles y adquiere un lamentable protagonismo. Y en estos contextos de fragmentación social, fanatizar a los fanáticos es sumamente peligroso. Puede ser útil en términos electorales, pero no hay que jugar con fuego. Fomentar movilizaciones sociales fanatizadas por doquier, es peligroso. Un solo desborde puede ser la antesala de una avalancha de violencia urbana. No hay que pisarle la cola al diablo.

En el siglo XXI los datos mandan y los gobernantes deben tener la capacidad de rendirse ante las evidencias empíricas para la toma de decisiones.

Por último, sirva este espacio para recordar que la salud institucional de la Patria requiere cuidado diario de todo el pueblo argentino. Y que el compromiso democrático y republicano no debe ser sólo un compromiso estético.