OPINIóN
Libertad de prensa

Las "sutiles" maneras de matar la libre expresión

A la prensa, en la medida que sus acciones no constituyan delitos, se los castiga con el desprestigio y con la merma de lectores, televidentes y oyentes.

Libertad de prensa
Libertad de prensa. | Pexels / Pixabay.

Es saludable que la ciudadanía cuestione al periodismo. Tanto como al poder político, al poder judicial a los legisladores, a las iglesias y a los sindicatos. Nada ni nadie que orbite alrededor de la cosa pública está exento de las miradas sesgadas, de los reproches ideológicos o morales.

A los delitos se los combate con justicia. Al incumplimiento de los deberes de funcionarios públicos también. A los malos gobiernos, se los castiga con el voto popular. A los malos jueces, los destituye el Consejo de la Magistratura. Y a la prensa -en la medida que sus acciones no constituyan delitos- se los castiga con el desprestigio y con la merma de lectores, televidentes y oyentes.

No hay, no puede haber, comisiones de notables que establezcan límites a su trabajo. Ni organizaciones gremiales que le impongan una manera de trabajar. El oficio del periodismo, más allá de los mitos, es un trabajo mayoritariamente solitario. Y sus límites generalmente están marcados por las líneas editoriales de las empresas donde trabajan o sus propias ideas.

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Un fallo contra la libertad de expresión

Si un periodista miente y esa mentira perjudica directamente los derechos de las personas, está expuesto a las figuras que contempla el Código Penal. Y nada más. Ese es el único límite que las instituciones pueden imponerle, cuando efectivamente ese delito sea cierto.

La censura, aquella que conocimos casi como una caricatura en los tiempos de las dictaduras, ha cesado por grosera. Ha sido extirpada por incompatible con el funcionamiento más o menos regular de la democracia. Aquel método del silencio forzoso subsiste en los regímenes totalitarios: en los países gobernados por el fanatismo islámico, en Corea del Norte o en Venezuela y Cuba, sólo por citar ejemplos. O en las acciones mafiosas del negocio criminal, como en México.

En nuestro país se ejerce, si, pero de manera sutil e inevitable: suelen ser las mismas empresas de medios, bajo presiones del poder político o de otras corporaciones, las que suelen limitar la exposición de un periodista. O la autocensura, que responde a conveniencias o temores del propio periodista, que elige difundir o no la información o sus opiniones. Esa “censura” no se reprocha, se naturaliza y es peligrosa. Pero se enmarca dentro de las “reglas de juego”, y se suponen irreversibles. Allí colisionan las libertades de expresión con las de empresas. Y sobre todo, la necesidad de supervivencia de los periodistas, que muchas veces eligen el silencio por temor a perder el trabajo o a perder algunas pautas publicitarias.

Por la libertad de expresión

Sin embargo, en los últimos tiempos aparecieron nuevas modalidades que ponen en riesgo el libre ejercicio de la expresión y que si se consolidan, la pondrán en riesgo de muerte. Eso es lo que ocurre con el intento de calificar forzosamente a la tarea periodística dentro de figuras penales y amenazarla con consecuencias sobre la libertad. No ya de expresión, sino de trabajo.

Al “Caso” Daniel Santoro, procesado por el Juez Ramos Padilla bajo la insólita argumentación de que sus notas periodísticas “persiguieron acción psicológica con la intención de influir en la opinión pública, hecho que califica penalmente como extorsión”, fue la primera señal grave.

Luego, desde la oposición se agitó -y algunos lo siguen haciendo, a pesar de la terminante rechazo del candidato Alberto Fernández- con la idea de conformar en el futuro una Comisión “tipo CONADEP”, para investigar y castigar a los periodistas “cómplices del gobierno de Macri”, con la totalitaria idea de que haber expresado apoyos o adhesiones a sus políticas, implican una especie de adhesión delictiva, que merece el escarmiento.

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En las últimas horas, la Cámara Federal ordenó la reapertura de una causa contra los periodistas Rodis Recalt y Gerardo "Tato" Young iniciada por haber revelado el nombre de un agente de inteligencia. Aquí son los funcionarios de Macri en la AFI -Agencia Federal de Investigaciones, ex SIDE- los que buscan a través de los jueces amigos del poder de turno, judicializar una acción lícita de la prensa: hacer pública una información veraz e incontrastable, poniendo sobre ellos la responsabilidad exclusiva de los funcionarios públicos, sobre la revelación de identidades de los agentes de inteligencia. Los jueces consideran “prima facie”, que fueron los periodistas -protegidos constitucionalmente para proteger el secreto de sus fuentes- quienes cometieron el delito, cuando en realidad lo único que hicieron fue cumplir con su tarea de informar. Sin valorar lo más importante de todo: que los periodistas informaron, y que esa información se fugó de las propias estructuras del Estado. Y que es allí, y en ningún otro lugar donde se deben investigar las filtraciones.

Todo eso, reunido en un único canal de fuerzas, conforma una peligrosa corriente que puede arrasar con la libertad de expresión. No sólo por las consecuencias puntuales que puedan tener las causas judiciales o los intentos políticos de establecer “el buen o mal desempeño” de los periodistas, sino porque constituye a todas luces una amenaza a futuro, que siembra niveles de temor y de condicionamientos previos a una publicación, que limitan claramente la libertad de expresión.

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Es asombroso, y hay que destacarlo, el comportamiento indiferente de algunas corporaciones periodísticas -gremios y organizaciones varias- que sólo valoran los efectos negativos de estas acciones, cuando recaen sobre periodistas afines, y legitiman -aunque sea con el silencio- las que obturan a los periodistas de “otro palo”. No puede haber derechos para algunos y no para otros, dependiendo de sus posiciones sobre los asuntos públicos o sus miradas ideológicas. Eso no es democrático, y no se llama libertad. Se llama sectarismo. Y el sectarismo, siempre, es cómplice de los que pretenden limitar la libertad.

La libertad de expresión es uno de los derechos elementales de las sociedades que se pretenden libres. No hay valores superiores que puedan limitarla. Y cualquier acción que pretenda silenciar a un periodista es grave, cuando los delitos que se pretenden imputar nacen de una acción legal y del ejercicio pleno del oficio.

Si un periodista afirma y prueba lo que dice, no importa el efecto de su trabajo. El único reproche que admite es del debate, del reproche en el discurso y eventualmente, del castigo de los oyentes, lectores o televidentes que dejarán de creerle.

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Pretender una tabulación de lo que se debe o no se debe decir, intentar ponerle límites ajenos al oficio, criminalizar la opinión o la información, es atentar contra la libertad. Decidir sobre que sí y sobre que no puede opinar, investigar o publicar un periodista, es limitar su libertad.

Y acá cabe preguntarse, siempre, por qué. Y la respuesta es obvia: las ciudadanías que consumen periodismo plural, que pueden cotejar miradas distintas sobre los mismos hechos, son menos manipulables. Y la exposición de la verdad, es un riesgo real para los que tienen cuotas de poder. Y el poder, ya lo sabemos, cuando se ejerce con deshonestidad intelectual, no es amigo de los riesgos que lo limiten.

* Periodista. T: @ocherep