La humanidad tiene una historia extraña que incluye todo tipo de catástrofes: guerras, hambrunas, pestes, que parecieran ser su marca característica a lo largo de los siglos. Paradójicamente, estas tragedias coexisten con logros tan sorprendentes —exclusivamente humanos— que pueden llevarnos al extravío de creer que dejamos de ser una más entre el resto de las especies. Pareciera existir un patrimonio intrínsecamente humano que mezcla un espanto brutal con una plenitud asombrosa —extremos que constituyen el universo particular de la especie— que lleva a ideas equivocadas que inducen a mirar a la Naturaleza —así con mayúsculas como tendríamos que nombrarla siempre— como si fuera algo ajeno a nosotros mismos, como si no fuéramos parte constitutiva de la misma. Y entonces aparece la soberbia —la Hybris griega— de suponernos diferentes, exclusivos, elegidos.
La práctica de esta Hybris lleva a la desmentida violenta y automática de la pertenencia humana a la Naturaleza —ocasionada por una distorsión extrema que nos extravía del origen—, no queda otro espacio más que hacer mucho ruido de superficie —para utilizar aquí una metáfora suave— que desconoce la partitura original, con el único propósito de desestimar el dolor de tener que reconocer el poder omnímodo de la Naturaleza que no nos toma en cuenta tan especialmente… como pretendemos.
Pero la lucha seguirá siendo siempre desigual mientras sigamos considerándonos por fuera de la Naturaleza: solo nos queda suponer nuestro triunfo final a través de algunas ilusiones: postulados de deseo efímeros, fantasías de logros profundos que son solo expresión de una vanidad superficial, ideas inocentes acerca del progreso de la civilización… pero que —peor aún— solo mediatizamos con viajes en avión o cruceros, turismo intrascendente, lujos innecesarios, banalidades de cualquier tipo que promueven una percepción engañosa de nuestra auténtica realidad, reforzando un circuito interior donde imperan la mentira y el engaño personal.
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Implícitamente, este posicionamiento supone la falsedad de que hay que tener para ser, algo que suena a una reformulación pobre del apotegma cartesiano —tengo, luego existo, en este caso—, en una búsqueda desesperada por tapar el agujero que nos habita y nos constituye, que conduce en línea directa hacia, hasta y desde la Naturaleza.
Es entonces cuando la desesperación busca garantías falsas o algún reaseguro urgente para vivir narcotizados tal como estuvieron los prisioneros en la caverna de Platón —creyendo que la realidad era aquello que percibían—, porque este ruido de superficie trata de desconocer el dolor que provoca la auténtica música de fondo: el prisionero que escapó y salió al mundo para descubrir la verdad celebró su hallazgo y tuvo el deseo y la generosidad de regresar para comentar a sus compañeros la realidad del mundo… pero éstos lo asesinaron por blasfemo: solo aceptaban el ruido de superficie, el engaño, la mentira, el disfraz. Quizás sigamos estando encadenados a la caverna: no queremos ser intérpretes de la música de fondo que nos constituye.
¿Cuál es el camino? Cada vez que suceden ciertos acontecimientos naturales que sacuden a todos los seres humanos existe una oportunidad para salir de la caverna y volver a la realidad, porque éstos logran que el ruido de superficie disminuya o quede silenciado para reconocer la música de fondo que nos habita desde tiempos inmemoriales… ¿Estamos dispuestos a recorrer este camino? Si viviéramos atentos a la música de fondo es seguro que no nos sorprendería tanto porque siempre estuvo allí, porque siempre fue una amenaza, porque siempre fue una oportunidad, siempre… ¡Qué palabra hermosa es la palabra siempre! La música de fondo tiene que ver con la palabra siempre, el ruido de superficie con la palabra ahora; la tensión entre siempre y ahora: el gran dilema humano.
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De cualquier manera, no todo está perdido, porque también podemos reconocer la recurrencia de la música de fondo en muchas de las producciones de la humanidad. Pensemos en la renuncia de Gilgamesh a su idea de inmortalidad y su transformación ulterior; en las tribulaciones de Aquiles atrapado por el dilema entre morir joven y ser inmortal para su pueblo o tener una larga vida en el anonimato; en la renuncia de Odiseo a la propuesta de Calipso de hacerlo inmortal y su regreso doloroso a Ítaca junto a su mujer Penélope y su hijo Telémaco, de regreso de la Guerra de Troya, por citar algunos pocos. Siempre la inmortalidad… así entonces como ahora: ¿por qué? Solo quien pueda reconocer la naturaleza finita de su propia vida puede comenzar a ser dueño de su libertad, porque renuncia tanto a la idea narcótica de una crónica eternidad en tiempo presente como a la desestimación de la pertenencia a la Naturaleza. Cuando nos atrevemos, cada uno de nosotros llega a ser Gilgamesh, Aquiles y Odiseo —incluso cualquiera de tantos otros héroes anónimos que no han tenido nombre propio en la historia—, aunque con nuestras propias preguntas.
Podrían citarse muchos otros ejemplos; el lector quizás pueda también aportar los propios. Pero la pregunta inquiere la razón por la que tales historias quedan en la memoria colectiva y siguen teniendo vigencia de una generación a la siguiente —un fenómeno de reincidencia muy interesante—, emocionando a quien se encuentra con ellos. La respuesta quizás tenga que ver con que estos ejemplos son los que aluden a la música de fondo que nos habita, que nos pertenece, que nos hace humanos. Y no se puede vivir siendo si no se toma en cuenta la partitura original.
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Algunos acontecimientos naturales parecen silenciar el ruido de superficie para promover la irrupción de la música de fondo sin distorsiones. En medio del dolor y la tristeza, de la preocupación y los cuestionamientos, cada tragedia natural aporta una oportunidad para la especie humana. También puede parecer extraño que cada oportunidad la promueva la misma Naturaleza… quizás no esté tan en contra de nosotros, los simples mortales que la maltratamos y denigramos cada vez que podemos, quizás pretenda ayudarnos a componer una melodía diferente que incluya parte de esa música de fondo, en lugar de tanto ruido de superficie que todos sabemos de antemano que no puede producir ninguna armonía auténtica. Es simple: con solo tomar en cuenta esa dimensión sofocada, el horizonte para una humanidad renovada comenzará a ser perceptible. Podemos lograrlo entre todos.
* Psicoanalista. Asociación Psicoanalítica Argentina. Presidente Fundación Travesía