OPINIóN
Análisis

Derrota ganadora

Interpela, promueve la reflexión, invade lo más profundo, enciende la humildad del sujeto.

Derrotado
La derrota obliga a mirarse al espejo, a analizar quiénes somos, cómo somos y en qué hemos fallado. | Pixabay

“En el mundo occidental, y en la Argentina en particular, el ideal de éxito nos mantiene en alerta y en permanente competencia para evitar la derrota, algo que nos hicieron creer que es una de las peores fatalidades, y por tanto, nos produce temor. Es un miedo generalizado. Lo padecen políticos, deportistas, artistas, músicos, prácticamente todos. La ostentación de dinero y cosas materiales pareciera ser la forma que las redes sociales promueven para alejar ese fantasma –al menos por un rato–. Las peculiaridades de la posmodernidad potenciaron ese nocivo mandato colectivo que indica que quién no gana, es un derrotado, un fracasado, un inservible.

Pocos advierten el costado educativo de la derrota. La mayoría evita hablar de ella. Se la quiere bien lejos. Tiene mala prensa. Tal vez sea necesario observarla con nuevos lentes –despojados de prejuicios arcaicos– para advertir otros aspectos que pueden poner en jaque la concepción mayoritaria sobre ella. Me referiré a algunos rasgos que descubrí mirándola a los ojos.

La derrota interpela, promueve la reflexión, invade lo más profundo, enciende la humildad del sujeto. Es silenciosa, a diferencia del triunfo, que es bullicioso. La victoria confunde, hace pasar por alto los errores cometidos, condena a la persona a un estado de euforia, embriaga de adulaciones interesadas –no pocas veces peligrosas– y rodea de ingredientes nocivos al ganador, quien más temprano que nunca, recibirá el impacto de las esquirlas de esa superficialidad efímera, en su rostro. Desconfiar de los halagos más que de las críticas, es una buena práctica para evitar decepciones oceánicas. La derrota obliga a mirarse al espejo, a analizar quiénes somos, cómo somos y en qué hemos fallado, a aceptar que lo uno desea no siempre coincide con el mundo real. En las horas más ácidas y oscuras del proceso de digerir la derrota, es posible recibir la visita frecuente de los hermanos “Tendría” (tendría que haber hecho esto en vez de aquello; tendría que haber desconfiado de los gestos altruistas de tal persona).

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El derrotado pronto recibirá las palabras tiranizadas de los espectadores, que no tardarán en fustigarlo e infundirle una cantidad navegable de insultos y burlas. Posiblemente se trate de frustraciones propias que depositan en otro –siempre es más fácil mirar para afuera que para dentro–.  ¿A qué obedece esa rabia descargada sin piedad contra el derrotado? Tal vez se deba a la ignorancia de que el ser humano estándar no es el héroe, y por tanto es falible.

Fracaso y resiliencia: tres claves para crecer al caer

El dedo señalador que masacra al “perdedor”, por lo general, está dirigido por las carencias de su dueño para asumir desafíos. La burla contra el perdedor, no es más que el reconocimiento de las limitaciones propias. Tal vez, ver lágrimas recorriendo las mejillas de otro, reconforte los corazones de los débiles que escogen siempre mirar la vida de otros, para no exponerse a la derrota, a la que tanto le temen. Con frecuencia, el mayor “error” del derrotado, es poseer virtudes que a quienes disfrutan defenestrándolo, les gustaría poseer. La valentía para asumir el riesgo de ir en busca de sus sueños, por ejemplo. ¿Acaso somos perfectos? ¿Nunca nos equivocamos en nuestro trabajo, en el club, en el deporte, en la vida? ¿Por qué los cobardes observadores pasivos se convierten en burlistas full time cuando quien intenta hacer, trastabilla? ¿Qué aporta esa condena absurda? ¿Qué mejora puede producir este accionar en el sujeto que transita una situación de adversidad? ¿Qué valores promueve despedazar a quién perdió? Lo que contribuye es contener y enseñar que en el camino hay muchos tropiezos que deben procesarse como materia prima de aprendizaje para las batallas que vendrán. De eso se trata la vida; de caminar, explorar, aceptar e intentarlo todas las veces necesarias.

Las víctimas de las palabras y gestos despectivos y/u obscenos, por una simple condición momentánea de “derrotadas”, se cuentan de a miles. Si se continúa ofendiendo a los que no obtienen un resultado acorde a los parámetros que la repudiable vara del “éxito banal” estipula en los conventillos virtuales, se conformarán ejércitos de resentidos deambulando por las calles. Quienes atraviesan el laberinto sombrío del rechazo social como consecuencia de una derrota, es posible que aprecien que las ovaciones y los reflectores de ayer, cedieron su lugar al olvido y el anonimato. Los derrotados suelen ser condenados a la proscripción, en su propia tribu urbana.

Si bien la derrota es un destino que difícilmente alguien quiera visitar con asiduidad, es un sitio que nadie podrá eludir, porque todos caminaremos por esas arenas varias veces en la vida. Es aquí cuando se torna necesario invocar las palabras de José Saramago: “Ni las victorias ni las derrotas son definitivas”. Es que sin derrotas no existirían los triunfos. Comenzar a ver la derrota como aprendizaje es tan inteligente como necesario, en sociedades frecuentadas por el rating, los billetes y la banalidad de lo inmediato. Las películas de esfuerzo fueron reemplazadas por fotos cool instantáneas. Se trata de un mundo irreal, que muestra sonrisas y felicidad 24 horas,  y que esconde frustraciones y miedos profundos.

Por eso es importante poder cambiar el paradigma que considera a la derrota como un suceso irremediable, y ponderar su carácter formativo. Botar su destructividad serial suena interesante para construir pueblos afables, emprendedores y más integrados.

La resiliencia: mucho más que sobrevivir

La derrota es un escenario en el que la autocrítica y la reflexión logran protagonismo. A menudo, el ser humano derrotado, experimenta un proceso de decadencia, su alma no se halla en una situación confortable y la angustia se apodera de su cuerpo. Una sensación de extrañeza, tristeza, miedo y desamparo colma sus días. Detrás de cualquier tropezón, hay una bolsa de valores, sueños y convicciones que se hacen añicos en segundos, merced al resultado adverso y al accionar de los comentaristas tóxicos de la “tragedia”. La derrota expone al sujeto cognoscente contra la realidad. Y produce la necesidad de recapacitar sobre lo hecho. Es la oportunidad de reformular acciones y pensamientos. Perder una batalla, no es sinónimo de resignar un sueño. Porque cuando ese sueño que costó tanto, finalmente se alcance, lo negativo sólo será combustible para disfrutar lo logrado, y el tramo doloroso vivido constituirá una mera anécdota.

Es positivo transmitir otras perspectivas para que la palabra “derrota” no se asocie con hechos irremediables y nefastos, porque como expresara Jorge Luis Borges: “Enterémonos bien: una derrota nunca es un fracaso. Fracaso habrá, si acaso, cuando no somos capaces de asumir la derrota.”  La canilla de la esperanza no detiene su goteo por una batalla perdida. En estas instancias, los afectos reales –las personas que se mantienen firmes junto al derrotado, como perros románticos– se convierten en un importante dique de contención.

Hay individuos que tras caer a la lona, se ven invadidos por una dolorosa falta de confianza en sí mismos, debido a la condena y reprobación de su círculo social. Los primeros pasos por el túnel de la derrota, son como caer a un precipicio abrumador. Esta construcción cultural de la derrota como sinónimo de deshonra, hace que quienes llevan colgada la etiqueta de perdedores, se rehúsen a ejercitar la introspección y opten por masticar vergüenza y resentimiento el resto de sus días. Pero también hay espacios en el mundo donde se ocupan de aportar herramientas para enfrentar estas situaciones. En Israel, por ejemplo, donde se enfatiza en la promoción de emprendedores, y donde se destina un alto porcentaje del PBI a investigación y desarrollo, se promueve la resiliencia de los niños, con cánticos que explican que es necesario aprender y levantarse después de cada traspié. Esta visión distinta de la derrota como aprendizaje, contribuye a la formación de las personas, que se ven condicionados por el entorno –por su condición de seres humanos–. Aprender a ver oportunidades en situaciones adversas, es aprendizaje y también es salud.

Vale decir que la resiliencia no exonera de esfuerzo, porque volver al campo de juego, renovado y mejorado, implica constancia y dedicación. Cada uno de nosotros somos un universo particular. Aunque vivimos en comunidad, de manera paralela a la interacción e integración, también es importante cultivar y proteger nuestra individualidad. Es en ese punto donde juega un papel imprescindible la autoestima y la asertividad, para expresar. No se trata de homogeneizar conductas, se trata de integrar individualidades respetando las características de cada uno.

Es verdad que la derrota es una posibilidad tan real como el triunfo. Las dos opciones están presentes en varios desafíos que enfrentemos. Por supuesto que se pueden minimizar los márgenes de error, con planificación, recursos y trabajo. Esto minimiza riesgos y permite conocer a qué uno se expone, pero de ninguna manera exonera de experimentar una derrota. Los pronosticadores de fracasos ajenos, se suelen reconfortar observando desplomes de expectativas de otras personas. Suelen, también, preguntar con kilos de sarcasmo: “¿Para qué vas a hacer tal cosa?”. Una buena práctica tal vez sea cambiar el frustrante: “¿para qué?” por el valiente y entusiasta “¿por qué no?”. Pero este camino requiere coraje, humildad y resiliencia,

 

Una buena práctica tal vez sea cambiar el frustrante: “¿para qué?” por el valiente y entusiasta “¿por qué no?”. Pero este camino requiere coraje, humildad y resiliencia,

Mirar la vida en perspectiva, suele evitar que las emociones empañen los cristales de los anteojos y dificulten –o distorsionen–  lo observado. Algunos afirman que a la vida, como a los cuadros, conviene mirarla a unos metros de distancia para entenderla mejor.

Una característica de la derrota es su velocidad. Alcanza hasta a los más veloces atletas. Y cuando alcanza al que huye, es raro que tenga la paciencia de mirarlo cara a cara. Por lo general, lo zamarrea, le propina golpes bajos y lo hace morder el polvo. La derrota es una respuesta con una conclusión contundente, para quien la experimenta, con ánimo de superación. Nadie está a salvo de ella; es silenciosa, puede aparecer en cualquier momento y lugar y abatir a los más fuertes y brillantes. La derrota es ejemplificadora, enciende alarmas de nuestro interior más profundo. Funciona como colador, porque en ese escenario, pueden apreciarse los nombres de los dignos que se quedan cerca del perdedor compartiendo su dolor, y de los que huyen buscando nuevas luces de “éxito”.

No hay motivo alguno para conferirle a la derrota la facultad de ponerle fin a nuestros sueños más preciados. Tal vez, debamos ver en ella un indicador que evidencia que debemos reformular el método, o buscar un sendero alternativo, pero no un borrador de anhelos profundos. No hay ninguna razón para bajar los brazos por una derrota. Tampoco es buena idea alertar los fusiles de la ira, ante ella. Conservar la serenidad es clave para comprender mejor lo que está sucediendo. El enojo y el bullicio no son arenas propicias para la introversión.

Entonces la derrota será tomada como una experiencia que fortalecerá a quien la sufre. Hay que destinar tiempo para analizar las enseñanzas que dejó ese acontecimiento que fue vivido como un descalabro. Lo importante es cómo se pierde. Se puede caer al abismo más temido con dignidad, convicción y altura. O se puede conocer la derrota de un modo poco decoroso, sin haber dado lo mejor de uno mismo. En el otro rincón se ubica el triunfo, que es como una avenida, va y viene. Suele confundir y frenar el progreso personal. Es netamente conservador. No inspira deseos de mejora como la derrota, mucho menos reflexión. El triunfo –como el poder– delata a las personas (no las cambia). Es peligroso porque potencia el ego, reduce la autocrítica, cambia los círculos sociales, es carnada para la aparición de aduladores precoces, expulsa a los sensatos. El triunfo, para quienes se dejan seducir por sus encantos, es como una calle resbaladiza cuesta abajo, que se transita con mucha velocidad y pocos frenos.

 

Lo importante es cómo se pierde. Se puede caer al abismo más temido con dignidad, convicción y altura. O se puede conocer la derrota de un modo poco decoroso, sin haber dado lo mejor de uno mismo

Para transitar tranquilo por allí, se requiere, en primer lugar, autocontrol, responsabilidad y respeto por los demás. Pero el triunfo tiene varios rostros. Uno, bien feo, es que puede ser el alimento de monstruos, en pocos minutos. Procesar el triunfo sin infringir daños, es la mejor exhibición de civilidad y ejemplaridad.

Quienes se atreven a tropezar por intentarlo, para quienes sus convicciones superan el vil cálculo costo-beneficio que efectúan los mediocres halagadores ad-hoc, que huyen cuando la primera ola sucumbe el barco, merecen respeto. Son bien pocos los individuos estoicos que quedan cuando el temporal hace tambalear el barco.

Trotar por el proceso de la derrota con la cabeza levantada, observando cada aspecto y deteniendo el paso toda vez que detectemos que nuestro accionar requiere revisión, es un buen ejercicio. Por el contrario, apagar sueños propios por inseguridades o frustraciones de otros, nunca es una buena opción. No hay que escapar de la derrota, hay que aceptarla, escucharla con atención y trazar nuevos caminos –más sólidos– empleando, como base, la experiencia. Solamente hay que levantarse la misma cantidad de veces que las que uno cayó, para retomar la verticalidad. Quizás en esto, radique el principal capital de la derrota: la fortaleza que adquieren quienes la atravesaron.

*Director y Profesor de Gestión de Gobierno en la Universidad de Belgrano; autor de los libros “Postales del Siglo 21” y “Malvinas”.