OPINIóN
Relato

Desfile en Moscú

Crónica de un lejano viaje soñado con trámites burocráticos, paisajes de ensueño y personajes extraordinarios.

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La tienda de comestibles Eliseevsky, en Moscú, lujosísima, que cerró el 11 de abril. | Instagram-Shutterstock

Eran los tiempos del mayo francés, en 1968. A mediados de abril habíamos pasado con Adela por París, una de las escalas de nuestro viaje de luna de miel, sin que pudiéramos presentir que estuviera a punto de estallar esa cadena de protestas populares que, por semanas, parecieron imposibles de sofocar, hasta que De Gaulle convocó a elecciones anticipadas. El itinerario contemplaba gestionar en Suecia las visas que nos permitieran conocer Leningrado -hoy San Petersburgo- y llegar a Moscú para asistir a la celebración del primero de mayo, un acontecimiento de especial trascendencia para esa época. Toda una aventura. Sin embargo, cuando, a fines de abril, salíamos del despacho del cónsul ruso en Estocolmo, la frustración no podía ser mayor: completar el procedimiento burocrático llevaría varios días y no podrían otorgarnos la documentación para ingresar a la URSS antes de que despegara nuestro vuelo de Aeroflot. 

Bajo la sombra de Stalin

Ya abandonando la sala de espera, con la ilusión perdida y rumbo a la calle, reparó en nosotros una joven de veintipico de años que aguardaba para ingresar y, en un castellano absolutamente argentino, nos preguntó qué nos había salido mal en la entrevista. Le contamos y, sin darnos demasiados detalles, nos pidió que esperáramos a que ella tuviera la suya. Cuando salió, nos dejó la puerta abierta del despacho del cónsul, para que volviéramos a ingresar. Y nos dijo que había conseguido el milagro: que nos extendieran las visas, ese día y en ese momento. Fue entonces cuando nos enteramos del nombre de la autora de ese gesto maravilloso: Martha Argerich, la extraordinaria pianista que, ya a esa altura de su carrera, contaba con un imparable reconocimiento internacional. Cosas del azar.  Y de la buena gente.

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Leningrado fue nuestra primera escala soviética. Capital imperial durante dos siglos, nos maravilló en muchos sentidos. Aunque, más allá de los paseos por lugares emblemáticos -como el Hermitage, por ejemplo-, algo de lo más placentero que nos pasó tuvo que ver con una invitación que recibimos en la tarde de un domingo. Caminando casi sin rumbo, nos detuvimos a curiosear frente a un colegio secundario. Allí, un grupo de alumnos nos convidó a ser parte de un evento doble: una función de teatro y, más tarde, un baile. Un par de ellos se ocuparían de ir traduciéndonos los textos al inglés. Las tres obras breves que representaron estudiantes del mismo establecimiento ante un auditorio colmado, estaban inspiradas en el más puro realismo socialista, una corriente artística enfocada en exponer problemáticas sociales con el objeto de expandir la conciencia de clase. Los planteos de la estructura dramática eran bastante básicos y la actuación aceptable, todo concebido, por supuesto, desde una mirada esencialmente didáctica. Al cabo de la función, rápidamente se recogieron las sillas y ese gran espacio de la platea se convirtió en una inmensa pista de baile. Con dos curiosidades que, después del episodio con Martha Argerich, volvieron a conectarnos, desde otro lugar, con el mundo de la música. La primera: el baile alcanzó su máximo esplendor apelando a temas y coreografías populares del mundo occidental. La segunda: al despedirnos, nos pidieron, encarecidamente, que les enviáramos discos de los Rolling Stones

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El vuelo de Leningrado a Moscú evocaba el clima de viejos colectivos pueblerinos, no el de un avión convencional. Iba repleto de mujeres y hombres portando paquetes y cestos con comestibles de todo tipo y tamaño y en medio de una conversación tan bulliciosa como despreocupada, que más se parecía a la del regreso de una feria que al de pasajeros de una conexión aérea. Eso sí: llegamos a tiempo para ver el desfile.