OPINIóN
Reclamo internacional

¿Seguridad pública sin democracia?

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Militares. Cuando ellos patrullan, avanzan hacia una mayor intervención en el sistema político. | cedoc

La preocupación ciudadana por la seguridad pública ha desplazado los temores anteriores por los abusos a los derechos humanos de las dictaduras militares. Actualmente, la superposición de la defensa nacional con el orden interno prevalece en la agenda ciudadana y simultáneamente corroe la débil institucionalidad vigente en América Latina. No intento discutir la legitimidad del reclamo por mayor tranquilidad y seguridad. Me interesa remarcar que la democracia se devaluó y que la utilización de militares para mejorar la seguridad contribuye al deterioro institucional de los gobiernos latinoamericanos.

En numerosos países de nuestro continente, las fuerzas armadas se ocupan de la seguridad, en desmedro de sus funciones profesionales de defensa del Estado y de sus habitantes. Las policías están tanto desbordadas por la dimensión de la amenaza mafiosa del narcotráfico, como corrompida por los recursos que esta actividad ilegal genera. En Argentina, se puede recurrir a la Gendarmería, una fuerza policial militarizada entrenada con estándares más altos que las policías. No hay una fuerza intermedia similar en la mayoría de las naciones de la región. Chile sí cuenta con los carabineros. México tiene una simulación incompetente con la reciente creación de una guardia nacional, promesa de Andrés Manuel López Obrador, en campaña presidencial, que finalizó en una sátira. Brasil tiene una pequeña Policía Militar. Se entiende que estas fuerzas nacionales tienen una preparación más específica para enfrentar delitos complejos. No suelen residir en el mismo lugar en el que deben actuar y por ello son menos permeables a la corrupción. Al menos en teoría…

Ante el fracaso estatal para proveer orden público, suena natural que los militares y policías se amalgamen. Se naturaliza una vía represiva. Cuando los militares patrullan calles, fiscalizan documentos de identidad, alimentan a la población carenciada o rastrean información en barrios peligrosos, avanzan hacia una mayor intervención en el sistema político. Investigar delincuentes roza, peligrosamente, el control sobre los ciudadanos.

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Los militares tienen una instrucción específica para desempeñar las tareas que corresponden a su rol. Entre ellas no figura la imposición de la ley, que es la función central de las policías. Gobernantes, tanto de derecha como de izquierda, recurren a las fuerzas armadas para sus fines políticos, y ello aleja el necesario perfeccionamiento de las fuerzas policiales, duplica recursos estatales y deriva frecuentemente en abusos hacia la ciudadanía.

Al mismo tiempo, los militares retornan como salvadores de la patria. Ya sea para producir mascarillas ante la pandemia o fortalecer las instituciones de seguridad pública. Los gobiernos convocan a los oficiales, mientras la sociedad aplaude su intervención. La popularidad de Nayib Bukele, presidente de El Salvador, ejemplifica esta confusión. La narrativa oficial ahonda en esta maraña, aludiendo a un discurso de miedo. Está en juego la vida. Guillermo Lasso, presidente de Ecuador, autoriza a los civiles a portar armas, provocando mayor violencia.

Es entendible que la sociedad pida estabilidad y confianza. Parece no importar que esa protección brindada por el Estado vulnere los principios de división de poder, respeto de los derechos humanos y alternancia política, sustento inexcusable de la democracia. Por cierto, la democracia es un valor depreciado incluso en naciones pioneras en su fundación y su protección. En los múltiples casos en que la idea republicana no llegó a consolidarse, es urgente e ineludible blindar su defensa. La militarización del orden público y la concomitante devaluación democrática proviene de la ineptitud, la desatención y la arrogancia de los gobernantes.

*Red de Politólogas, investigadora principal del Conicet. Profesora en la Universidad Torcuato Di Tella.