OPINIóN
ECONOMISTA DE LA SEMANA

Viejos hábitos que son difíciles de dejar

20231021_ministerio_economia_cedoc_g
Luna de miel. Solo en el inicio del próximo Gobierno. | cedoc

“Old habits die hard. Hard enough to feel the pain”.

Mick Jagger

 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

En el complejo entramado de la política, la economía y las elecciones, se tejen dilemas que plantean desafíos significativos y un sinnúmero de preguntas sin respuestas claras o inequívocas. La larga espera entre las PASO y las elecciones generales es terreno propicio para que esos dilemas se hagan visibles y para que la incertidumbre que producen tenga repercusiones también visibles sobre la dinámica macro y las expectativas.

Antes de plantear dos de esos dilemas, vale la pena recordar su definición: un dilema es una situación en la que una persona (o grupo de personas) se enfrenta a dos opciones o alternativas igualmente difíciles o conflictivas, y debe elegir entre ellas, a menudo con la sensación de que cualquiera que sea la elección, habrá consecuencias negativas o desafiantes. En otras palabras, es un conflicto entre dos decisiones o cursos de acción que generan incertidumbre o conflicto moral en quien debe tomar la decisión.

De la definición se desprende que, sea cual fuere el curso de acción o la decisión que se tome, existirá siempre un grado de insatisfacción y siempre quedará abierta la pregunta de qué podría haber sucedido si la opción elegida hubiera sido otra.

Corto plazo versus largo plazo. Es usual que, al final de sus mandatos, los gobiernos en funciones caigan en la tentación de retener el poder mediante políticas expansivas, especialmente fiscales. Esta estrategia puede lucir justificable en un contexto de empobrecimiento generalizado o de presión tributaria excesiva y puede ganar apoyo popular inmediato; pero si se lleva a cabo en un contexto de altísima fragilidad fiscal y financiera y aceleración inflacionaria, el riesgo de descontrol nominal deja de ser una simple especulación. Con altos déficits fiscales, una escasez de reservas extrema, un balance del BCRA quebrado y una inflación creciente, en el medio de una contienda electoral de resultado incierto, la probabilidad de una futura escalada inflacionaria crece con cada medida que se anuncia. El populismo explícito del ministro candidato, Sergio Massa, tiene a esta altura un impacto fiscal directo, en 2023, de 0,7% del PBI sin considerar el impacto de los créditos subsidiados (a tasa real negativa) disponibles para pymes, trabajadores y jubilados. Con este aquelarre de gastos desfinanciados, el déficit fiscal de 2023 será superior al 3% del PBI y el del año que viene, de no mediar ningún cambio en materia de gastos e ingresos, sería del 5% del PBI. Ello implica que el ajuste fiscal que deberá hacer el próximo gobierno, de querer alcanzar el equilibrio primario, empieza con cinco y es más de un punto del PBI superior al que tenía que enfrentar apenas unas semanas atrás.

La estrategia del “vamos viendo” o del “después vemos” siempre compromete el futuro en pos del presente. Pero ese es un lujo que no podrá darse el próximo presidente. Habrá luna de miel en el arranque de la gestión, pero es probable que no resulte igual de larga que en ocasiones anteriores. Hoy la impaciencia es muy alta y esa impaciencia se hará notar cualquiera sea el candidato que resulte electo. El éxito de la próxima gestión se medirá en términos de cuánto y cuán rápido baje la inflación. Mantener el statu quo no es una opción. Simplemente porque no hay forma de seguir frenando dinámicas macro terminalmente desequilibradas. Y comprar tiempo recurriendo a más populismo fiscal es una invitación vip a un descontrol nominal no solo mayor sino también incontenible.

Cambio de régimen versus “flan”. Pasar de privilegiar el presente a privilegiar el futuro no será fácil. Lograrlo requerirá un liderazgo decidido y una ciudadanía dispuesta a comprender la necesidad de medidas responsables y antipáticas, en lugar de apoyar políticas o promesas atractivas pero insostenibles.

Esto nos lleva a otro dilema central: ¿por qué deberíamos esperar que un nuevo líder quiera impulsar o pueda impulsar políticas de contención fiscal y monetaria para combatir la inflación si una parte significativa de la opinión pública apoya fervientemente lo contrario? La respuesta visceral es sencilla: no hay nada más progresista que bajar la inflación. Pero como planteó Alfredo Casero en su genial intervención televisiva, los argentinos (o una gran cantidad de ellos) quieren flan. Muchos argentinos están a favor de reducir el tamaño del Estado (léase el gasto público) o de terminar con los privilegios, pero siempre y cuando se trate de gasto o de privilegios que no afecten su propio bolsillo o “sus derechos”. Muchos está a favor de simplificar y desregular o, incluso, de abrir la economía, pero siempre que su negocio, sector o actividad (o su “quintita”) no se vea afectado o perjudicado. Muchos claman por una reforma tributaria que elimine impuestos distorsivos, pero al mismo tiempo apoyan la reducción o eliminación de impuestos eficientes y progresivos (como el impuesto a los ingresos de las personas físicas). Muchos quieren que haya más crédito hipotecario o más inmuebles en alquiler, pero al mismo tiempo declaman o apoyan leyes que protegen a los deudores o los inquilinos en desmedro de los derechos de quienes “deben” abastecer esos mercados. Y hay muchos otros ejemplos que van en igual sentido.

Este dilema central, donde las preferencias populares chocan con la necesidad de políticas económicas sostenibles, nos recuerda que el camino hacia la estabilidad y el progreso está marcado por una paradoja persistente. Si bien la reducción de la inflación y la implementación de reformas fiscales y monetarias responsables son objetivos progresistas, a menudo se ven eclipsados por la atracción inmediata de políticas populistas y promesas dulces. En un contexto donde los votantes exigen reformas pero pueden resistirse a los sacrificios personales, la tarea de los líderes resultará muy desafiante. Hacer posible el cambio los obligará a contagiar entusiasmo, tendrán que ser capaces de transmitir que vale la pena el esfuerzo de todos y cada uno, y deberán, a la vez, propiciar un cambio cultural que aún no termina de perfeccionarse.

En síntesis, enfrentamos dilemas que se entrelazan con la dificultad inherente de romper viejos hábitos políticos. Los gobiernos, históricamente, han impulsado, al final de sus mandatos, medidas sin considerar sus consecuencias a largo plazo, mientras que los candidatos a menudo prometen soluciones que encierran algo de magia o requieren condiciones de gobernabilidad difíciles de alcanzar. En última instancia, el desafío pasará por encontrar el equilibrio entre las demandas populares y la responsabilidad fiscal; y en hacerlo de manera sostenible a largo plazo, a pesar de lo inicialmente doloroso que pudiera resultar.

*Director de Perspectiv@s Económicas.