“¡La voy a matar a Macarena!”; el grito claro pero desgarrador de Martín ‘Perú’ Castro (21) se oyó en cada rincón del conventillo de La Boca. Al dealer de 21 años no le quedaba mucho tiempo. El reloj pisaba los últimos minutos de las 9 de la noche del 5 de enero de 2014 y el calor se hacía insoportable. Casi arrastrándose, desde una de las habitaciones llegó al patio común. Con la voz entrecortada y dificultad para respirar, pidió agua a las dos mujeres que acudieron al pedido de auxilio y cayó arrodillado al piso.
Su cuñada, Graciela, y su amiga Verónica vieron cuando Perú se desplomó desvanecido. Intentaron darle de beber, pero no respondió. Trataron, entonces, de reanimarlo a baldazos de agua. No pudieron evitar que el plomo que le había atravesado el tórax acabara matándolo. Ahí mismo.
Minutos antes, una de ellas había podido reconocer la voz de “la Maca”, el alias de Ursula Macarena Sánchez (25), mientras lavaba los platos en la pileta del conventillo de la calle Vespucio al 100, frente a las vías del ferrocarril. “¿Qué hago, qué hago, qué hago?”, la había escuchado decir antes de verla partir apresurada hacia la calle. El escape fue tan veloz que sólo alcanzó a ver la espalda de la asesina. Poco después, un conocido la cruzó a metros de la esquina de Garibaldi y Quinquela Martín. Llevaba “un bulto” bajo el brazo y hablaba por celular. “Me tengo que ir, me tengo que ir”. La reiteración de sus palabras no sería sólo reflejo de los nervios y la adrenalina, sino también de un estado alterado por el consumo de drogas, adicción que habría provocado el desenlace de Castro, su novio. Al parecer, Perú le había negado a la Maca la dosis que reclamaba. No está claro si pretendía revender o consumir.
Cuando la fiscal Paula Asaro descendió del taxi que la llevó a la escena del crimen, los detectives de la División de Homicidios de la PFA ya la estaban esperando. El conventillo, conmocionado. El delito no era ajeno en el reducto ubicado en las márgenes de la ciudad de Buenos Aires, pero el homicidio fue demasiado para sus habitantes. Todos señalaron a Sánchez como la autora del crimen.
La joven, por entonces de 23 años, se había hecho conocida en la zona. Sabían que no andaba con rodeos. “Picante”, “pesada”, “tumbera”, “brava” y “pistolera” son los adjetivos con los que la describieron. Su figura inspiraba respeto: llevaba con orgullo la tobillera electrónica que había conseguido luego de haber sido condenada por el Tribunal Oral Nº 7 de Lomas de Zamora por otro asesinato en 2012, que también habría tenido un contexto vinculado a la venta de drogas.
Su hoja de ruta criminal comenzó a escribirse en 2011. Con 19 años, la Maca fue atrapada por un robo; siete meses más tarde, por tentativa de hurto; en julio de 2012, por hurto automotor, y en noviembre de ese año la Justicia pidió su captura luego de que fuera beneficiada con la tobillera electrónica. Nadie se preocupó por monitorear su vida fuera de la cárcel: siguió delinquiendo aun con la pulsera que le atrapaba la pierna. En 2013, un tribunal porteño pidió sus antecedentes por robo, lo que luego se transformaría en un pedido de captura, meses después de cometer el crimen de Castro.
En 2016, la familia de la víctima acercó un dato a los investigadores. La asesina prófuga se había refugiado en la casa de su padre, en el barrio Albornoz de San Salvador de Jujuy, donde había ganado fama y se dedicaba al narcomenudeo.
Días atrás, la Maca aterrizó en Buenos Aires en un avión de Aerolíneas, fuertemente custodiada por los hombres de la División de Homicidios comandada por Martín de Cristóbal. Se negó a declarar ante la jueza Elizabeth Paisan y la fiscal Asaro. Fue alojada en Ezeiza, y nadie duda de que pasará una larga temporada en ese lugar.