Prilidiano Pueyrredón nació hace 200 años, el 24 de enero de 1823 y, al morir el 3 de noviembre de 1870 dejó una estela en el camino. Gracias a él, precisamente el 3 de noviembre se celebra en nuestro país el Día del Artista Plástico. Y con justa causa.
Prilidiano fue el único hijo varón de Juan Martín de Pueyrredón, el militar que fue Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en los primeros años decisivos de nuestra independencia de España.
Emparentado con Juan Manuel de Rosas, Prilidiano tuvo además una media hermana de la segunda boda de su padre y al menos otro hermanastro de una relación extramatrimonial.
De su santa madre, la patricia porteña María Calixta Tellechea y Caviedes, sólo heredó tierras y fortunas. Y de su padre se dice que fue el primer político argentino que mintió su declaración de bienes patrimoniales al asumir el mayor cargo público existente. Al darse cuenta, el presidente Bernardino Rivadavia lo echó para enmendar su mal ejemplo, aunque con los años llovieron imitadores de Juan Martín de Pueyrredón.
Detalles al margen, los privilegios de cuna de Prilidiano le dieron al nacer un futuro asegurado, no sólo por los latifundios familiares sino también porque, gracias al pretexto de que con Juan Manuel de Rosas era imposible comerciar con Francia y otras potencias europeas, toda la familia emigró a Cádiz en 1835 para sostener su negocio de venta de cueros argentinos al exterior.
Prilidiano Pueyrredón, primer cronista
Aunque la formación de Prilidiano fue básicamente europea se llevó consigo la marca de fragua de la instrucción porteña elemental en el aristocrático Colegio de la Independencia. Y otra tanto o más valiosa: la pasión pictórica, algo que no se enseñaba en las escuelas y que Prilidiano aprendió de su propio liberto, Fermín Gayoso.
Se recibió de Ingeniero en la Escuela Politécnica de París y en 1841 los negocios familiares lo llevaron en un ping pong por Río de Janeiro y Francia, donde en 1844, se recibió de arquitecto y perdió la cabeza por los lienzos románticos de Delacroix.
Entre idas y vueltas, se sabe que, como podía prescindir de un sueldo, trabajó 10 años ad honorem como asesor urbanista de Buenos Aires: remodeló la Iglesia porteña del Pilar, modernizó con 300 paraísos la actual Plaza de Mayo (entonces, Plaza de la Victoria), replanteó la Pirámide de Mayo, construyó la Mansión Azcuénaga (actual Quinta Presidencial de Olivos, donde viven los presidentes de la nación) y diseñó el casco de la estancia Bosque Alegre (hoy Museo Pueyrredón de San Isidro).
Prilidiano Pueyrredón, a 200 años
Ocupado como estaba, desde su Chacra Pueyrredón en San Isidro, Prilidiano se hizo tiempo para tallarse como el primer cronista pictórico del siglo XIX, de un país que se abría paso como podía entre la pampa y la ciudad.
Sus pinturas lo graduaron como “ el primer criollo”, no sólo por su vocación romántica sino porque no dejó de mirar lo que lo rodeaba y lo retrató con pintoresquismo.
Instalado en San Isidro, alternaba la caza de perdices con la pintura de todo cuanto se le ocurriera, mientras canturreaba óperas francesas (Los Hugonotes de Giacomo Meyerbeer, era una de sus favoritas) entre sus faenas de caballete.
Y aunque no afinara del todo bien, fueron apareciendo al menos las 223 pinturas que se le atribuyen con certeza. Para la sociedad de su tiempo Prilidiano era solo el hijo del brigadier que retrataba a la alta sociedad porteña del siglo XIX.
Sin embargo, sólo 137 de sus óleos son retratos – el más famoso de todos, sin duda fue el de la princesa federal, Manuelita Rosas cuando ella tenía 34 años, en 1951.
¿Ánimo de fumar la pipa de la paz con el enemigo? Hay ciertas dudas, pero sí es cierto que justo un año antes del fin del rosismo, se tuvo que fumar la “supervisión” estricta del fun club porteño del “Tatita Rosas”, quien reclamaba para la heredera la “postura análoga a su moral y rango”, una “expresión risueña” y un vestido con el “colorado federal”. Imposible sentirse libre y creador, sobre todo porque imaginaba a Manuelita con vestuario color púrpura.
Prilidiano Pueyrredón y el criollismo
Por eso, Prilidiano Pueyrredón no es “el primer pintor argentino” porque la alta sociedad lo hubiera elegido para que las generaciones futuras tuvieran idea de cómo se veían los dueños de la Argentina.
El arte argentino es una larga avenida que arranca en Prilidiano Puerredón porque fue el primero que le tomó el pulso al paisaje nacional.
Le debemos a él -y no a Florencia Molina Campos- las primeras postales rurales del gauchaje con ponchos, espuelas y bombachas; los mohínes de las chinas con trenzas, faldas y pañuelos; el trajín de las carretas; la épica del rodeo; la siesta alborotada; las postas y los bueyes sin descanso; el perro salchicha y el Springer de caza…
Sin embargo, también fueron suyas las primeras instantáneas del arrabal: la esclava tirando maíz a las gallinas del patio, los nenes y los vendedores ambulantes, los vecinos, el aljibe, los criados… Suerte de Manuel Mujica Láinez del siglo XIX, Prilidiano le puso silueta y color a la misteriosa Buenos Aires, cuando todavía era una mezcla de yuyo, centro y arrabal.
Y así se fueron sucediendo Los Gauchos, La paz en el rancho, Un alto en el camino, El Rodeo, La siesta bajo el ombú, En el corral, Un alto en la pulpería, Bosque de Palermo, Lavanderas en el Bajo, Paisaje Tres Bocas Tigre, Un domingo en los suburbios de San Isidro, Los capataces, La estancia, Patio porteño en 1850, Esquina Porteña, Chinita en la cocina, Señora cosiendo un pavo, entre otras obras consideradas maestras en la historia del arte autóctono.
Prilidiano Pueyrredón: Rosas y desnudos
Su lectura del paisaje argentino no era la de los viajeros ingleses haciendo escala en el exótico estuario rioplantense sino la de un argentino curioso educado en París y sin la menor idea de cómo manejar un campo, aunque se lanzara a productor agropecuario para no perder la herencia familiar.
Después del golpe letal que recibió el rosismo el 3 de febrero de 1852 en la Batalla de Caseros, Prilidiano regresó a Buenos Aires en 1854, con la cabeza llena de romanticismo europeo.
Sin embargo, a pesar del desfile de ponchos y caballos, fue también el primer pintor de desnudos femeninos en Buenos Aires. De esa faceta de su personalidad artística se conocen al menos dos obras –aunque se cree que hubo más: La siesta y El baño.
Ambas son dos potentes óleos de 1865 que atesora el Museo Nacional de Bellas Artes y en ellas el autor se aventuró en el realismo, utilizando como modelo a su propia y portentosa ama de llaves, apartándose de los canónicos desnudos románticos europeos que se refugiaban en sus propias mitologías para insinuar el erotismo.
Los desnudos de Pueyrredón son señoras desnudas con todas las letras, que encuentran un precedente en sus dos Bañistas en el río Luján.
“Hay algunas de esas páginas de que no se puede hablar, pero que encantó el mirarlas. Las dejamos porque nuestra palabra no es bastante brillante para poder vestir desnudeces con las que el pintor da muestra de que es capaz, con sólo el auxilio de un pincel, de una grano de tierra molida y un dedal de aceite, de robar a las arterias sus pulsaciones, al cutis su blandura, a las formas humanas la elocuencia que Dios les ha dado para hablar a los sentidos y a los afectos", comentaba un periodista pacato de la época.
Y estos desnudos estaban colgados en su propio atelier y los mostraba a cuantos quisieran verlos.
El baño terminó siendo propiedad de la familia del científico Francisco Pascasio Moreno, el “perito”, quien lo donó al Museo Nacional de Bellas Artes.
Prilidiano Pueyrredón y Amalita Fortabat
La mayoría de las obras de Prilidiano Pueyrredón se encuentran en museos argentinos, pero varias fueron cambiando de dueños en al menos 14 subastas argentinas e internacionales. Y esas transacciones alcanzaron records históricos en el mercado del arte.
Si bien Emilio Pettoruti y Antonio Berni encabezan el ranking de autores argentinos mejor cotizados, varias subastas bajaron el martillo colocando algunas obras de Prilidiano por las nubes.
Apartando en el corral se vendió a US$ 551.530 (IVA incluido) en 1999 y terminó integrando la Colección Arte de Amalia Lacroze de Fortabat; Los capataces, a US$ 515.660 (IVA incluido) el mismo año y su compradora también fue Amalita Fortabat, que llegó a sumar 5 Prilidianos a sus tesoros artísticos.
Por El Naranjero se pagaron US$ 236.000 más impuestos, en 2017; Esquina porteña se subastó a US$ 210.000 en 2002; El Alto de San Isidro, se lo quedó también Fortabat por US$ 147.575, en 1992; Parada de carretas en San Isidro, US$ 112.100 (más impuestos). Y podrían sumarse otros casos, pero ya excederían el criterio de comparación.
Hasta hoy, el mayor precio pagado por una obra de un artista plástico argentino fue US$ 794.500 con un cheque firmado en Christie´s de Nueva York por la adquisición de Concierto, de Emilio Petorutti, en 2012.
MM