El Cementerio de Recoleta cumple un siglo desde su inauguración. Nació 70 años antes que la Casa Rosada y el Jardín Botánico y un siglo después que el Cabildo porteño, pero una vez que abrió sus puertas de hierro, jamás las cerró.
“En 1821 un decreto del gobernador Martín Rodríguez estableció que por motivos de higiene todos los cadáveres fueran conducidos al enterratorio de la Iglesia de Balvanera. Sin embargo, no se pudo cumplir con la medida por falta de fondos para refaccionarlo” cuenta un fragmento del libro “Buenos Aires tiene barrio: Historia y leyenda de los 48 barrios porteños” (Planeta), publicación de Leonel Contreras y Víctor Coviello.
“La situación se simplificó meses más tarde, cuando en el marco de la reforma eclesiástica rivadaviana, el Gobierno resolvió el decomiso del huerto y el enterratorio que poseían los padres de La Recoleta. Así nació el Cementerio del Norte (hoy De la Recoleta), el primero público que tuvo la ciudad”, prosigue el texto.
Así, sobre el huerto y el osario de los frailes de la Orden de los Recoletos, que ocupaban esa zona desde 1732, se erigió uno de los espacios más visitados de Buenos Aires.
El Cementerio de Recoleta: cumple 200 años
Fue diseñado por Próspero Catelin y los primeras personas que recibieron cristiana sepultura en él fueron un chico negro, Juan Benito, y la joven Dolores Maciel. Hacia 1828, en tiempos de la gobernación de Manuel Dorrego, alcanzó su perímetro definitivo de 5,5 hectáreas.
Hasta el presente fue reformado dos veces, en 1881 y 2003.
La primera reforma fue planeada por Torcuato de Alvear, cuando era intendente de Buenos Aires. Le encargó el trabajo al arquitecto Juan Antonio Buschiazzo con una idea clara en su cabeza: tenía que ser el panteón de las grandes figuras de la patria.
Por eso entre esas calles silenciosas, conviven en paz, hermanados por la muerte igualadora, Pedro Eugenio Aramburu y Eva Perón; Domingo Faustino Sarmiento, Juan Facundo Quiroga y Bartolomé Mitre; Juan Manuel de Rosas y Juan Lavalle; Cornelio Saavedra y Manuel Dorrego; Nicolás Avellaneda, Julio Argentino Roca y José Hernández… entre tantos ilustres que llenaron de tensión las páginas de nuestra historia.
El Cementerio de Recoleta debía también reflejar la prosperidad creciente de las familias acomodadas de la ciudad, que desde el primer momento quedaron encantadas con la idea de construir en esa petite Buenos Aires sus bóvedas señoriales para el descanso eterno.
Por eso, en esa primera ampliación se rodeó el predio de un muro de ladrillos, que lo protegiera de los vandalismos, que preservara los espacios verdes y sobre todo, las obras de arte que escoltaban los mausoleos de enorme valor artístico.
En 1881 también se pavimentaron las calles internas y se construyó una entrada magnífica de estilo neoclásico.
Cementerio de Recoleta, donde todos conviven en paz
Sus 4780 bóvedas se agrupan en manzanas divididas por avenidas arboladas. Todas las calles principales en una rotonda central coronada por una escultura de Jesucristo realizada por el escultor Pedro Zonza Briano, en 1914.
Casi un centenar de sus panteones son considerados Monumento Histórico Nacional y el Cementerio de Recoleta es Museo Histórico Nacional desde 1946, además de Patrimonio Histórico Nacional
Como sucede con todos los grandes camposantos del mundo, en el de Buenos Aires no deben faltar mitos y leyendas de aparecidos.
Una de ellas es la de Rufina Cambaceres, mil veces desmentida y otras tantas sostenida para no privar a Recoleta de su sabroso anecdotario.
Dice la leyenda que la hija del escritor Eugenio Cambaceres murió en 1902, precisamente el día en que cumplía 19 años, cuando tuvo un desmayo repentino y se desplomó en los brazos de su madre, que estaba junto a ella, mientras la joven se ponía una alhaja que le habían regalado.
Pocos días después de su entierro comenzó a correr la leyenda de que había sido enterrada viva y que, lo que se había interpretado como ataque cardíaco había sido catalepsia.
Para no correr la misma suerte que Rufina Cambaceres, Alfredo Gath, el creador de las tiendas Gath & Chaves, pidió antes de morir que colocaran en su bóveda un dispositivo eléctrico para abrirla por dentro, si se despertaba luego de haber sido enterrado.
Recoleta, cementerio y gótico porteño
Pero ninguna de ellas supera a la pieza maestra del gótico porteño, la leyenda de la Dama de Blanco.
En el folklore popular, un muchacho de la alta sociedad conoció una noche a una chica muy pálida y vestida de blanco, en la esquina de Vicente López y Azcuénaga. Fueron a bailar y, al salir, la joven tenía frío. El caballero le prestó su abrigo y, cuando se lo acomodó sobre las espaldas, intentó besarla. Cual Cenicienta a la medianoche, lejos de responderle como hacen los mortales, la muchacha huyó y traspasó con su cuerpo el portón de hierro del Cementerio de Recoleta, que estaba cerrado.
El enamorado insistió para que el sereno lo dejara ingresar y, cuando finalmente lo logró, encontró su abrigo sobre una tumba identificada con el nombre de la mujer que acababa de conocer.