SOCIEDAD

El extraño caso del tatuador denunciado por violación

Una joven denunció que fue violada cuando le hacían un tatuaje,. Por el supuesto hecho fue detenido el dueño del local que hace su descargo.

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| Cedoc

La nota es en un día agobiador y radiante, a treinta minutos en subte de mi casa. Para el viaje, busco un libro que me aligere el recorrido. Elijo primero Los tadeys de Lamborghini, una novela que inventa una sociedad de animales imaginarios cuya única pasión consiste en fornicar con los humanos, pero de inmediato pienso que si el dueño del local Shiva conoce la obra, quizá la considere una alusión de mal gusto. El sábado pasado, una joven de entre 25 y 30 años fue a tatuarse a su negocio, al parecer se descompuso, una ambulancia del SAME la condujo al hospital Rivadavia. Luego las versiones parecen complicarse y difuminarse, se disuelven en una falta de estructura. Tal vez por eso opté por cargar una breve antología, el Libro de sueños de Borges, quizá como una manera de acercarme a un misterio algo más inquietante que los hechos mismos, que es la forma en que éstos se producen.

  Letras y marcas. En un viejo cuento del insuperable maestro Junichiro Tanizaki, un tatuador se enamora de una joven geisha atisbando entre la multitud el brillo suave de su piel blanca. Años más tarde la encuentra y le promete que si se deja tatuar por él le hará un trabajo capaz de conquistar a todos los hombres del mundo; luego la duerme y durante días trabaja con tinta de cinabrio. Al despertar, enfebrecida, ella se revuelca de dolor en el piso, buscando el frío que la calme. La tinta, mientras tanto, hace su faena y luego de un baño la geisha pide un espejo y ve cómo los colores se fijan y una araña se abre en su espalda. El tatuador, su artífice, es su primera víctima. Hay una vieja película, La mujer tatuada, también de un japonés, y… Pero supongo que a Pablo, el dueño del local, que me abre la puerta y me hace pasar, difícilmente le resulten interesantes estas disquisiciones. Es alto, su barba termina en una punta de chivo, es irremediablemente moderno: luce unas zapatillas coloridas importadas que parecen hechas de restos y que pueden costar como una cena para ocho en Tomo 1 (incluyendo vinos y postres), y en una de sus pantorrillas flacas veo una calavera que se vuelve una guitarra que está envuelta en una especie de halo de santo. La remera roja también exhibe una calavera, esta vez con un parche de pirata en el cuenco de uno de los ojos, y una inscripción particular: “Tatoo life, experiencia argentina”.

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Pablo accede a dar la nota sólo si antes alguien lo autoriza. Habla por celular con su padre, al parecer, y quizá su padre hable con su abogada. Tiene la expresión tranquila del que no ha hecho nada, o quizá puede hacer creer que su rostro refleja una inocencia que deberá ser probada. El dice que si hubiese hecho algo aún estaría detenido, dice estar todavía aterrado. Sabe perfectamente lo que ocurre en las cárceles cuando un detenido ingresa a los pabellones y el guardiacárcel que lo conduce grita ante los demás la causa de su encierro.

—Si te tocara –le digo–, no te salvarías ni tatuando nombres de esposas ausentes a todos los internos.

—Lo sé y sé que no hice nada –dice–. Estoy muy tranquilo y por eso vengo y abro el local y por eso me dejaron salir enseguida. En la comisaría me trataron muy bien, me despedí dándole la mano a cada uno de los policías. Lo que no puedo perdonar es a los medios que vinieron y enseguida me acusaron de violador, sin ninguna prueba. Eso me crea un perjuicio personal y profesional, tengo diez años en este oficio, los medios no averiguaron nada antes de acusarme.

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